El referéndum (o lo que finalmente sea) del 1-O tiene como objetivo primero (véase la inefable Llei de Transitorietat) provocar la fractura que separe a Cataluña del allí llamado por muchos Estado español. Es esta una fractura eminentemente abstracta, porque abstracto es a fin de cuentas el concepto de Estado y también lo es la pertenencia o no a él.

A lo largo de siete años de residencia en Cataluña, quien esto escribe ha podido comprobar lo somera, y a menudo imperceptible, que resulta la presencia de ese Estado en la vida cotidiana de los catalanes. Más allá de la Agencia Tributaria, Correos y el momento de renovar el DNI o el pasaporte, apenas se hace notar.

Está por ver si la aventura de los soberanistas termina produciendo la fractura de tan liviana abstracción, y cuáles son los efectos de quedar desligado de ella, si es que se consuma el proceso. Hay quien dice que todo irá a mucho mejor (los independentistas), y hay quien vaticina una catástrofe porque la abstracción imperceptible apenas molesta estando vigente pero rota se la echará dolorosamente de menos (los opuestos a la independencia). El tiempo dirá, o no.

Pendiente aún de verse esta fractura hipotética y abstracta, hay otra, mucho más concreta y ya consumada, de la que cabe levantar acta a esta fecha. Cuando aún no es posible asegurar que el procés vaya a separar a Cataluña de España, sí podemos, en cambio, certificar que ha conseguido separar a los catalanes de sí mismos.

La fractura que ya resulta más que notoria es la que divide a quienes sostienen, de un lado, que la accidentada performance de Puigdemont y Junqueras, con urnas chinas y supervisores secretos, es el súmmum de la democracia; y de otro, a quienes por el contrario ven en ella la perversión de la voluntad popular y una manera zarrapastrosa de sustraerles la cartera, el país y todos los derechos.

Estas dos Cataluñas irreconciliables forcejean y chocan y se desgajan la una de la otra no en el éter del mundo de las ideas, donde habita la de Estado y en el que se ventilan sus consecuencias; sino en el asfalto de la calle, el ladrillo y mortero de los pueblos y la gastada madera de las mesas a las que se sientan parroquianos, amigos y familias. Los que están felices de ver a su govern echándose al monte les repatean a los que están amargados por verse convocados a una consulta hecha tan a la medida de una de las dos opciones que el gasto de la tinta del No en las papeletas se antoja absurdo, salvo que venga motivado por alguna clase de recochineo.

Viejos amigos se pelean por Whatsapp, la gente que antes conversaba y hasta se seguía se bloquea o se silencia en Twitter, y los institutos y los colegios y los ambulatorios comunican con padres de alumnos y pacientes de manera que conforta a unos y hace que se suban por las paredes los otros. Uno ya no sabe qué entienden en este país los gobernantes por ganarse su sueldo, tan copioso y aun estratosférico, dicho sea de paso, entre los que gestionan Cataluña. Lo que cuesta tragar es que fracturar a su propia sociedad sea un mérito que deba serles reconocido.