Al mismo tiempo que dos españoles logran un hito de un mérito extraordinario, convertirse en los mejores tenistas del mundo en las categorías masculina y femenina de forma simultánea, los últimos acontecimientos en Cataluña hacen resurgir con más fuerza que nunca la gran cuestión de qué es España exactamente.

Muchos ya lo sabemos, pero si los líderes de una de nuestras comunidades autónomas han podido iniciar un proceso de desconexión del Estado, convocando un referéndum obviamente ilegal, pero convocándolo igualmente, el concepto de qué es España, al menos para ellos, no está del todo claro. Desde luego no lo está tanto como lo ha estado hasta la disparatada pero histórica jornada en la que la Mesa del Parlament aprobó la Ley de Transitoriedad Jurídica.

Según un sondeo de este mismo diario publicado hace pocos días, la mayoría de los ciudadanos catalanes está a favor de la independencia de Cataluña del Estado español. Por poco, pero lo está. Y ese es, en realidad, el gran problema que España debe afrontar: buena parte de la población catalana no se siente española.

Por supuesto, el Gobierno de Mariano Rajoy tiene la obligación de detener utilizando toda su artillería constitucional el proceso secesionista. Y lo hará. Ya lo ha anunciado con todo el aplomo y la contundencia el presidente. Pero ni eso, ni las multas a los organizadores del referéndum, ni tampoco las amenazas penales a sus responsables detendrá un escenario cuya gestión resulta cuando menos delicada: la mitad de la población en Cataluña desea no seguir siendo española, según esos mismos sondeos.

Tan importante como recurrir al Tribunal Constitucional todas las resoluciones separatistas del Govern y el Parlament sobre el 1-O es entender que hace falta algo más que la evidente fuerza de la ley constitucional para detener no tanto el camino a la independencia, sino las causas que han forjado, y siguen haciéndolo, ese indeseable trayecto.

Tan esencial como impedir un referéndum ilegal de autodeterminación es intentar acercarse a quienes lo piden de forma razonable, y no por la fuerza, para comprender sus razones, y desarmar éstas con política y con diálogo. Si el Gobierno solo utiliza la capacidad de la ley para detener el procés, el número de defensores de la independencia catalana no hará más que crecer; sin otro tipo de aproximación al respecto de este gran problema nacional, el de la identidad territorial, con el paso del tiempo -y no hará falta mucho- el debate se convertirá, indudablemente, en insostenible en los términos actuales.

Cataluña no se puede separar del resto del Estado ignorando los intereses de los demás españoles ni tampoco desconociendo los de los catalanes que prefieren seguir siendo a la vez catalanes y españoles. Obviamente tampoco lo puede hacer utilizando medios ilegales para ello, como sus líderes actuales pretenden. Pero inexcusablemente también hay que enfocar el problema que existe más allá de este esperpento último perpetrado por Forcadell y por Puigdemont: la realidad de los numerosos votantes del bloque separatista, y las razones que estiman que les asisten para defender la independencia de Cataluña.

Contra la insensatez del Govern hace falta la contundencia que por fin esgrime el Gobierno. Pero también es precisa una buena dosis de política inteligente para afrontar el problema de fondo. De otro modo, solamente estaremos posponiendo, hasta la crisis siguiente, el debate de qué es, exactamente, ese gran país que con tanta brillantez defienden Nadal y Muguruza. Muchos ya lo sabemos, pero otros, al parecer, no.