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Hace un siglo el anarquismo hacía su agosto en Barcelona, donde los niños pobres pasaban la gorra por las Ramblas con la excusa de comprar dinamita para el Corpus.
En la Ciudad Condal, mundialmente conocida entonces como la Rosa de Fuego, cundió el mito de la violencia regeneradora. Algunos hitos de aquella filosofía de la pólvora fueron el atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII en 1906, la Semana Trágica de 1909 y el corto verano libertario del 36. La anunciación del hombre nuevo exigía ingentes baños de sangre.

Pasado el invierno largo del franquismo, ya reconciliados con aquel siglo cruento gracias a la nostalgia de los abuelos y al retrato de Marina Ginestà en la terraza del Hotel Colón, abrazamos otras construcciones sobre el cosmopolitismo y la multiculturalidad de Barcelona que ahora se tambalean, por mucho que gritemos con más pasión que convencimiento “No tinc por”.

Resulta difícil contemplar esta imagen, sin centro ni simetrías, y no sentir un escalofrío de miedo y de odio. Vemos a grupos de personas dispersos: algunas de pie estáticas, otras en movimiento, otras sobre un pavimento extrañamente salpicado de paloselfies y abanicos, y otras en corro. Todos parecen perdidos en algún punto intermedio entre la realidad y las ensoñaciones descabelladas de Brueghel o El Bosco

En un primer plano, hay un hombre erguido frente a la cámara junto a varias personas arracimadas en torno al cuerpo de una muchacha tumbada al pie de una farola. En el medio, varios policías esgrimen sus armas y miran azorados en todas direcciones. En el centro hay dos cuerpos yacentes abandonados a escasos metros de distancia junto a lo que parecen las ruedas de un carrito. Y a la izquierda, un hombre reclinado sobre una criatura tumbada boca abajo, un pequeño Aylan en el suelo de las Ramblas. La alternativa a no mostrar el dolor de las víctimas es silenciarlo, ocultarlo, negarlo en definitiva.

No tienen nada que ver el terrorismo anarquista de primeros del XX con los ataques yihadistas del XXI, claro, salvo que ambos convergen en algo así como una teología del fanatismo. Mientras el anarquismo era una filosofía política que degeneraba en credo, el islamismo es una espiritualidad pervertida como doctrina política.

Ahora que una célula franquiciada de Estado Islámico ha golpeado en Barcelona y Cambrils pienso en la historia trágica de España y me pregunto qué quimera habremos de inventar, o habrán inventado sus autores, unos putos adolescentes nacidos o acogidos entre nosotros, para digerir escenas como la de esta fotografía de caos, terror, desconcierto y muerte en las Ramblas.