Por una de las muchas campañas que animan el buzón de quejas y sugerencias de Change.org descubrimos que los comportamientos groseros, pasados por el inglés, se convierten en carbuncos machistas. Es decir, las zafiedades propias de la chusma en su esplendor adquieren una intencionalidad precisa contra la mujer, a la que se supone quizá ajena a las vulgaridades.

El asunto es curioso e incorpora al registro y catalogación de la epidemia machirula un puñado de ingeniosos anglicismos, lo cual es siempre argumento de autoridad.

Así, el despatarre invasivo en metros y autobuses -cuya conveniente erradicación Podemos quiere convertir en debate nacional- se atribuye en exclusiva a los hombres y pasa a llamarse manspreading: en su origen, un Anschluss testicular. La interpelación condescendiente al interlocutor es en adelante mansplaining porque, al parecer, sólo los hombres se muestran paternalistas y autosuficientes con las mujeres.

Del mismo modo, se da por sentado que es frecuente que los hombres no escuchen a sus compañeras y acaparen la atención hablando sin parar, por lo que la verborragia espídica ha sido rebautizada como manolegue. Finalmente, el vicio de atropellar las conversaciones es percibido como defecto sólo varonil y merece ser tildado de manterruption.

Es decir, vivir en el lado oscuro de la testoterona no sólo te hace más proclive a la violencia, el crimen, el suicidio, la drogadicción, el alcoholismo, las enfermedades mentales, la cárcel, el cáncer y, en definitiva, una vida más corta y sobresaltada -como demuestran las estadísticas-, sino que te convierte en un patán en potencia.

Los detectores de micromachismos justifican este catálogo de prejuicios y arbitrariedades en que mientras a las niñas se les enseña a cruzar las piernas y se les inculca inseguridad, autolimitación y delicadeza, a los hombres se les adiestra en la prepotencia, en la rudeza y en el triunfo de la voluntad, que diría Leni Riefenstahl.

Nada que objetar, salvo la humilde creencia de que equiparar el machismo con la chabacanería no contribuye a la lucha por la igualdad sino a establecer paradójicas asimilaciones. Más aún cuando, para argumentar el origen supuestamente machista de la mundana ordinariez, se preserva a señoras y señoritas de toda sospecha apelando a las consecuencias de la más burda educación patriarcal.