Escribo esta columna desde la silla de acompañante de los bóxers del hospital Ramón y Cajal. Un amigo se ha puesto enfermo y me he venido con él. Cuando llegábamos en taxi, él atenazado por unos dolores intensos, yo muerta de miedo, dos policías municipales nos impidieron el paso a urgencias "porque hay una manifestación". Tuvimos que dar una vuelta absurda para encontrarnos con una marcha de ciento cincuenta personas, y una agente con un poco de sentido común que nos abrió paso para poder acceder al hospital.

No voy a cuestionar aquí la oportunidad de la protesta (tal y como está el patio podrían acusarme de querer cercenar derechos fundamentales), pero no sé qué reclamación vale lo que cuesta a un enfermo aguantar el dolor más de lo debido.

Dentro, en un ecosistema destinado a luchar contra la enfermedad y la muerte, había muchas cosas: la enfermera maternal, la celadora de malas pulgas, el enfermero habilidoso, el médico sonriente, el paciente animoso y el desesperado, el acompañante cobardica, el inexperto, el profesional, el impaciente, el resignado, el triste: acompañar a un enfermo es una rara asignatura que siempre acabamos aprendiendo.

Al otro lado de la cortina donde dormita mi amigo hay un hombre joven enfermo de cáncer. No puedo verle pero escucho su voz y la de su esposa, que le habla con un amor teñido de pánico. Conozco esa sensación y es terrible. Él le contesta con la calma del que ha aprendido a dominar el miedo: es algo esencial para hacer llevadera la vida del enfermo crónico.

Hace un rato dieron el alta a un anciano que se marchaba dando las gracias con toda ceremonia al personal del centro. Detrás de nosotros, un paciente que solo habla inglés es atendido en su idioma. La ropa de los enfermos reposa en feas bolsas que parecen de basura y dan una impresión de abandono, pero la atención es eficiente, profesional y mucho más que correcta, así que nadie se fija en detalles tan nimios.

Hay un silencio apenas quebrado por susurros, conversaciones bisbiseadas, cuchicheos que tienen como objeto no perturbar a otros y al tiempo proteger un remedo de intimidad en este espacio compartido a la fuerza. En un mundo perfecto, estos enfermos no estarían separados por simples cortinillas, ni tendrían sus pertenencias en bolsas de plástico, pero este no es un mundo perfecto, y a cambio de eso a mi amigo le han hecho ya tres pruebas y dos analíticas, y un médico afable acaba de asomar la cabeza para, con una sonrisa, preguntarle si se encuentra algo mejor.