Lo hablaba con un amigo frente a un vino tinto. Enamorarse se ha convertido en una carrera diplomática. Su conclusión, empiezo por el final, es que aspiramos a entes abstractos. Vamos, dicho de otra manera, que buscamos el amor en pisos que no podemos pagar.

-Son imposibles.

Así fue su frase mientras levantaba la copa como si fuera una escena de Jacqueline Bisset: “Me enamoro de ilusiones”. Yo asentí, porque mi última vez fue posible, pero se truncó porque… -a ver cómo lo explico-, porque no había magia.

Negaré haber escrito esto.

Decir magia en el segundo párrafo jode toda la narración. Lo sé. Faltaba chispa, química, efervescencia, riesgo, impulso literario, cama, pasión… y todas esas cosas que deben existir en los primeros meses. ¡Fever!, como gritaría Peggy Lee con su cardado rubio: “Fever in the morning, fever all through the night”.

Enamorarse es como un accidente, te sucede o no te sucede. No hay más. Pero mientras, en ese entretenimiento con cierta ansiedad que tiene el rastreo, juegas a la posibilidad. Cuando, seamos sinceros, la posibilidad es una hija de los autoengaños.

“Te enamoras cuando menos te lo esperas”, dicen los hijos del mindfulness. El argumento es incierto y está gastado como un pantalón de blogger. Será por esperar… Pero la seguridad del discurso del ser enamorado cuando te habla de amor es irrebatible; algo así como el Senado, que no sirve para nada. Un debate estéril, caro y largo. Está lleno de dinosaurios expertos y de colocados por sus partidos.

Enamorarse es frescura. Incluso en redes hechas para tal fin. En cada click/match hay una maldita posibilidad. ¿Qué diría Peggy Lee de todo esto? Pues que nos falta “fever”, riesgo. Ya nadie deja su número escrito en una servilleta, ya nadie te pide salir, ya nadie dice “me gustas”. O sí, y estoy perdido en la arquitectura del lenguaje. El ritual actual ha cambiado y me pilla bailando como en los noventa.

Enamorarse es hacer el tonto. Y que todos lo noten menos tú. Mi amiga S dice que se ha jubilado. Y mi amigo V que no tiene ningún interés. Mi amigo P, que ya no gusta. Mi amigo G, que solo quieren sexo. Mi amigo M, que se ha cansado. Y mi amiga F, que le basta con que la deseen. Mi amiga G, que está agotada de repetirse.

El Hombre es una máquina de interpretar y, por poca imaginación que uno tenga, ve signos por todas partes. Ese soy yo. Que a una mirada ya me emociono. Ante una posibilidad echo las campanas al vuelo. Repico, toco a misa, llamo a la población y suelto en todos mis grupos Whatsapp: “He conocido a alguien. Tema.” Y a los días, cuando llegan a casa a pedir explicaciones, chismes y detalles me veo en la obligación de abrir una botella de vino de mi tierra y decir que era “humo”. Que nada. Que falsa alarma. Que no ha cuajado. Que solo era un boceto de lo que puede ser. Barthes que estás en los cielos, ¡las señales se han convertido en indicios! La polisemia del amor es un código imposible. Claro que el que no se consuela es porque no quiere, dice mi amigo M: “Colón llegó a América y solo buscaba las Indias”. Será eso. La semiología está lista para conquistar el mundo. Yo no.