Cualquiera que vea el mundo de hoy después de haber estado perdido un tiempo, unos meses tal vez, se asombrará. Verá a un showman dirigiendo el país más poderoso del mundo; a los mexicanos indignados con el muro, el nuevo muro, que los aísla del norte y, en alguna medida, de un futuro mejor; a los británicos yéndose de la organización que más ha hecho por ahuyentar las guerras entre los vecinos del viejo continente, que no hace mucho tiempo fueron enemigos eternos; leerán, si se hacen con un periódico un poco atrasado, cómo los terroristas arrasan, con desesperante periodicidad, lugares frecuentados por “infieles” con camiones robados, atropellando multitudes; leerán, en un diario más actual, cómo un joven inglés de 20 años que combatía al ISIS prefirió dispararse en la cabeza antes que permitir que los fanáticos lo capturaran vivo, para probablemente cortársela después de todo tipo de torturas y humillaciones, mientras alguien lo graba en vídeo.

Si alguien que haya permanecido ausente unos cuantos meses regresa de su retiro se preguntará qué estamos haciendo tan mal. Hace no tanto, Martin Luther King tuvo un sueño, y era hermoso. John F. Kennedy –“no preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por él”- tuvo otro, y lo persiguió hasta que la bala de un francotirador se lo arrebató, fragmentándolo en trozos inservibles que se evaporaron inútilmente en el espacio.

Los europeos también soñamos, no hace mucho, con un continente hermanado y próspero; pero con cada paso que da una de sus locomotoras en contra de la unidad, y el Parlamento británico acaba de dar uno contundente, ese sueño se vuelve más lejano y quimérico; hasta tal punto que amenaza, también, con desvanecerse como lo hizo el del líder de los movimientos sociales norteamericanos, o el del Kennedy más célebre.

Los siglos de confrontación en los que tanto daño se hizo, ésos que vieron terribles y rojos amaneceres, aquellos que acabaron conduciéndonos a los desastres del siglo XX, tal vez estén hoy más cerca de lo que lo han estado las últimas décadas.

Los nacionalismos, la falta de solidaridad y la egolatría patriótica empujan hacia un mismo lugar: uno donde el desafío es más frecuente que el entendimiento; uno en el que el griterío de los charlatanes no deja escuchar los argumentos de los implicados; uno en el que la provocación de los autócratas deja escaso lugar al compromiso de los demócratas con los ideales que han venido nutriendo el progreso de la Humanidad.

Sin embargo, a pesar de que un político tan siniestro como Trump lidere Estados Unidos, país que en otros tiempos fue el adalid de la libertades; a pesar de que Theresa May se esfuerce por separar aún más las costas que bañan el Canal de la Mancha, aún hay esperanza para quienes defienden los valores que sustentan la democracia.

Si en la frontera sur de Estados Unidos se está forjando un sentimiento anti-norteamericano que cualquier día puede acabar estallando peligrosamente, en la norte se descubre el camino de vuelta a la cordura y la sensatez. Este último lo encarna Justin Trudeau.

El primer ministro de Canadá no se pone cartucheras con pistolas cargadas en la cintura; tampoco renuncia a vivir en un país libre y seguro, pero se muestra convencido de que responder a la violencia con más violencia no solo no resuelve el problema sino que lo agrava.

El hijo del gran Pierre Trudeau, a quien se considera el refundador de Canadá, no cree en la tortura, como el presidente de Estados Unidos. Y sí cree en el amor, y en la compasión. Defiende que la diversidad, y no la división, es lo que verdaderamente genera prosperidad -económica, espiritual- al país.

Canadá disfruta de uno de los niveles de vida más elevados del planeta. Eso no lo ha logrado negándole la entrada a los ciudadanos de algunas naciones incómodas o sospechosas, ni tampoco colgándole el teléfono a mandatarios reputados, como ha hecho Trump con el primer ministro australiano. Más bien en la vía opuesta, los canadienses han logrado un formidable bienestar, y la estima del mundo, celebrando el mestizaje, uno de los pilares que sostienen las enormes virtudes de su país.