Un instituto de Lleida ha retirado una cámara de un aula conflictiva porque los estudiantes -y algunos profesores- dicen que “estigmatiza” y violenta la intimidad, la capacidad de concentración y la propia imagen. Lo de menos es que en el comunicado del instituto las comas aparezcan arrojadas como naipes inconvenientes: en la era Snapchat poco importa la ortografía. Lo fantástico es la rebelión de los alumnos contra el gran hermano y el triunfo de sus objeciones a la videovigilancia.

Suena maravilloso que adolescentes nacidos en el XXI citen a George Orwell y reivindiquen en 1984, libro o película. Pero lo orwelliano del caso es que los muchachos derroten al sistema con argumentos y reparos propios de otra época. Más aún en una comunidad cuyas autoridades se han dedicado durante décadas a lavar cerebros y a hacer ingeniería social para imponer el monocultivo nacionalista mientras se ocultaba, minimizaba y disculpaba la cleptocracia del partido y la familia dirigente.

Los alumnos han librado una batalla ganada desde el momento en que el romanticismo del siglo pasado impregnó las razones argüidas por el Departament d’Enseyament, la Agencia de Control de Datos y la Facultad de Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya. Ya saben: “educar no es vigilar”, “quién vigilará al vigilante”, “represión y libertad” y consideraciones varias sobre la “proporcionalidad” de una medida “coercitiva” y sus posibles efectos sobre la libertad y emociones de los menores.

En cierto modo esta polémica resulta cándida. Retrotrae a las manifestaciones de finales de los 80. A las asambleas estudiantiles de una democracia titubeante, a los cinefórum de las clases de ética y a las meriendas con guitarra en Juventudes Marianas. También a los baños de realidad que luego nos deparó la vida. Debatir -hace 35 o 40 años- si el preservativo castraba la sexualidad o si la obligación de llevar el carnet de identidad era una cesión al Leviatán capitalista resultaba entretenido.

Luego fueron la epidemia del sida y los primeros indicios de lo que hoy llamamos terrorismo -Al Qaeda dejó sin épica a los asesinos de ETA- y estos debates, en los que algunos profesores volvían a correr delante de los grises y susurraban intimidades sobre sus viajes en la Ibiza de los hippies, perdieron su sentido sin que el descubrimiento de su futilidad nos avergonzarse demasiado. Un poco de sonrojo no hubiera ido mal pero los alumnos éramos tan jóvenes y los profesores empezaban a ser tan mayores que se imponía una condescendencia recíproca.

La disputa sobre la cámara de videovigilancia en el aula de este instituto concentra algunos ingredientes y actitudes de aquella época. También sugiere alguna tara presente. Que una polémica así prenda en una generación estabulada entre ordenadores y smartphones y devota de un exhibicionismo sin cuartel en Facebook e Instagram parece absurdo y ridículo. Pero que las autoridades educativas hayan primado las razones de los menores a la prevención de episodios vandálicos y de acoso escolar resulta además preocupante.