“Tan maravilloso fue el espectáculo de aquella mañana… cuando nueve reyes desfilaron en el funeral, que la multitud, callada y enlutada no pudo contener exclamaciones de admiración. Tras ellos llegaron cinco herederos, otras cuarenta altezas reales, siete reinas y una retahíla de embajadores especiales de países no monárquicos”.

Putin sigue la estela de otros dictadores de la historia.

Putin sigue la estela de otros dictadores de la historia.

“Representaban en total a setenta naciones, en la mayor asamblea de rango y realeza jamás reunida en ningún lugar del mundo. El sonido mortecino del Big Ben marcó las nueve cuando el cortejo dejó el palacio, pero en el reloj de la historia era ya el atardecer y el sol del viejo mundo se iba desvaneciendo en una moribunda llamarada de esplendor como nunca más volvería a verse”.

Aunque uno de esos “nueve reyes” era el de España -y también su compañía era incómoda-, esta vibrante e intencionada crónica no corresponde al funeral de Isabel II. Los puntos suspensivos de la primera frase esconden un “de mayo de 1910” que nos retrotrae un siglo y doce años en el tiempo. La autora, la gran historiadora Barbara Tuchman, está describiendo el último adiós a Eduardo VII, bisabuelo de la soberana que esta semana ha sido enterrada en Windsor.

Si ella era la abuela del mundo moderno, a él le llamaban el “tío de Europa”. En ambos casos apenas mediaron cuarenta y ocho horas entre la noticia oficial de su enfermedad y la de su muerte.

No se trata de un espejo tan alejado como el de aquel calamitoso siglo XIV que inspiró el gran libro de historia paralela de la misma autora –A Distant Mirror-, pero haríamos bien en fijarnos en lo que refleja este cristal porque augura lo que puede volver a ocurrirnos muy pronto

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Lo que he transcrito son las primeras diez líneas del libro Los Cañones de Agosto que tanto fascinaba a JFK por la brillantez con la que, entremezclando las obsesiones humanas, el flujo del destino y los horarios de los trenes, explicaba el estallido de la Primera Guerra Mundial.

El rey de España que ocupó entonces un lugar de honor en el cortejo fúnebre era Alfonso XIII. Iba flanqueado por Manuel de Portugal y por un extravagante Fernando de Bulgaria, que se hacía llamar “zar”, embutido en un turbante de seda. Ninguno de los tres moriría en el trono, pero su final sería menos dramático que el del archiduque de Austria que desfilaba a continuación luciendo su espectacular penacho de plumas verdes.

Tanto ellos, como prácticamente todos los demás hombres de Estado presentes aquella mañana en Londres, quedarían engullidos de una manera u otra por el gran cataclismo que se desencadenaría cuatro años después. Porque la muerte de Eduardo VII -príncipe de Gales durante 56 años y rey durante sólo nueve- no había sido sino el epílogo de la era victoriana que había dotado de estabilidad, o al menos de referencias, a los dos últimos tercios del siglo XIX. 

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Si Victoria I reinó durante 63 años, su tataranieta Isabel II lo ha hecho durante 70 y su heredero, recién coronado como Carlos III, ha tenido que esperar nada menos que 64 desde su designación como sucesor. No me es difícil echar la vista atrás y abarcar el conjunto del periodo, puesto que Isabel II subió al trono un mes antes de que yo naciera, y en conjunto podemos proclamar que su reinado -la era isabelina- ha coincidido con la etapa más parecida a la pax perpetua de Kant que ha conocido la civilización humana desde que adquirió conciencia de su unicidad.

Si entonces desfilaron nueve monarcas reinantes, esta vez han sido quince, incluidos los de Butan y Tonga. El gran paralelismo entre aquel entierro de 1910 y este de 2022 es que en ambos casos se conocía la identidad del enemigo que iba a truncar la armonía entre los pueblos ligados por el progreso del transporte y el comercio. La diferencia es que el káiser Guillermo II, primo del difunto, fue entonces uno de los presentes y el presidente ruso Vladimir Putin ha sido esta vez el gran excluido, lo que le ha hecho brillar por su amenazadora ausencia.

"Podemos comparar las levas de Putin con las de Stalin y sus referendos con los de Hitler, pero sólo Hiroshima permite atisbar una milésima parte de su capacidad destructiva" 

Dos rasgos, profundos como el surco de esas cicatrices que horadan el rostro, hermanan el nacionalismo reaccionario de aquel káiser con el de este zar: la paranoica obsesión por sentirse rodeados o acosados por las potencias enemigas y lo que Tuchman define como “una terrible necesidad de reconocimiento” de su importancia y poderío por parte de la comunidad internacional. Dos palancas idóneas para movilizar a las masas en torno al agravio hecho victimismo.

¿De todas las diferencias imaginables entre ellos cuál es la más patente? La que va de las 18 unidades del cañón Big Bertha utilizados por los alemanes durante la Gran Guerra a las más de seis mil ojivas nucleares de las que dispone hoy el amo del Kremlin. Incluso tomando como referencia la Segunda Guerra Mundial, podremos comparar las levas de Putin con las de Stalin y sus referendos con los de Hitler, pero sólo Hiroshima permite atisbar una milésima parte de su capacidad destructiva. 

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Nadie podrá establecer una relación entre causa y efecto, pero sí un elocuente devenir consecutivo: el lunes en Windsor era enterrada, ya sin su cetro y su corona, esta mujer, anancástica hasta la exasperación en sus rituales, bolsos y tocados; y el miércoles en el Kremlin el sátrapa que viene trompeteando el miedo, el desorden y el caos formulaba su amenaza más concreta y tangible de emplear armas nucleares contra Ucrania o algún otro vecino. 

Donde hoy sólo vemos casualidad, el porvenir detectará la última manifestación del principio de Arquímedes. Todo vacío se llena. Los heraldos, chambelanes y enlutados deudos de Windsor han removido mucho más que un pequeño cadáver de la era de la globalización. Nuestro problema es que aún no sabemos cómo será el nuevo cuerpo sumergido que ocupará ese enorme vacío simbólico en la bañera de nuestras vidas.

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Dependerá desde luego del desenlace de este órdago a la grande con el que Putin está huyendo hacia adelante. Basta leer el emocionante testimonio in situ de Bernard-Henri Levy en EL ESPAÑOL, sobre la contraofensiva ucraniana, para darse cuenta de que el líder ruso no puede ganar militarmente esta guerra. Si la Unión Europea mantiene su firmeza, a pesar del coste energético y la probable recesión que acarreará el invierno, tampoco podrá ganar la paz

Es tan fuerte el sentimiento de agravio por la invasión, la destrucción y las matanzas rusas, está tan arraigado entre nosotros el apoyo a la causa ucraniana, que ningún gobernante occidental se atreverá a pedir a Zelensky un alto el fuego que no retrotraiga la situación al menos a las fronteras de febrero. 

"Putin no podría sobrevivir al empate de dejarlo todo como estaba. Menos aun a la derrota de haber ido a por lana y salir trasquilado"

Presionado ya por China, India, Turquía y sus demás aliados potenciales para que busque un acuerdo en la mesa de negociación, Putin no puede dejar de ser consciente de que el tiempo juega en su contra. A menos que revierta dramáticamente la situación militar hasta obligar a Ucrania -y a Occidente- a sacar pronto bandera blanca, la propia anexión de Crimea y parte del Donbás de 2014 se verán comprometidas. 

Putin no podría sobrevivir al empate de dejarlo todo como estaba. Menos aun a la derrota de haber ido a por lana y salir trasquilado. Pero para evitar que esos escenarios se consumen necesita echar más leña a la caldera de la guerra.

Esta semana lo ha hecho con el endurecimiento de las penas a los desertores, la movilización de 200.000 reservistas y el impulso de los referendos “hitlerianos” en las zonas ocupadas. Pero ni la opinión mundial ni gran parte de la rusa compra una mercancía tan putrefacta. ¿Qué legitimidad puede tener quien se apodera de un territorio por la fuerza y, en base a una consulta sin garantía alguna, pretende sentirse agredido por los que tratan de recuperarlo?

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Este y otros debates similares están aflorando turbulentamente en las protestas que se extienden entre los jóvenes rusos atrapados en la ratonera putiniana, mientras los más precavidos -o los más audaces- forman largas colas en las fronteras aún abiertas para tratar de escapar del país

La pregunta definitiva que ya flota entre los más informados es la misma que un jovencísimo John Kerry, vestido de uniforme, planteó en 1971 ante el comité del Senado que analizaba la contestación a la guerra de Vietnam: “¿Cómo se le pide a alguien que sea el último hombre que vaya a morir por una equivocación?”.

"En una autocracia cruel y despiadada, en la que no hay semana en la que algún opositor no muera “accidentalmente” al caer de una ventana, las reglas son otras y eso hace la situación tan peligrosa"

La invasión de Ucrania para proteger a los imaginarios ucranianos pro-rusos de los “nazis” es una “equivocación” -en términos políticos, militares y, por supuesto, morales- al menos tan trágica como lo fue la intervención en Vietnam para proteger a los imaginarios vietnamitas pro norteamericanos de los “comunistas”. La Unión Soviética ya hizo lo mismo en Afganistán.

El problema es cómo bajar del tigre a quien se ha encaramado a él. La limitación de mandatos de los presidentes norteamericanos y las denuncias de una prensa vigorosa y libre -he ahí el caso de los Papeles del Pentágono- contribuyeron decisivamente a ello. En una autocracia cruel y despiadada, en la que no hay semana en la que algún opositor no muera “accidentalmente” al caer de una ventana, las reglas son otras y eso hace la situación tan peligrosa.

Bajar del tigre a Putin implica necesariamente derrocarle mediante una revuelta popular o un golpe palaciego, pero ni en la calle ni entre las élites se percibe que la oposición sea capaz de hacerlo. Y estremece el riesgo de que, entre tanto, sintiéndose acosado, pueda culminar sus peores amenazas. “Estoy seguro de que la CIA tiene un plan oculto para interrumpir la cadena de mando de Putin de forma que nadie puede apretar el botón nuclear”, ha escrito esta semana Thomas Friedman. ¿Y si no lo tiene o no es capaz de ejecutarlo a tiempo?

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También a comienzos del siglo pasado hubo un Fukuyama que pretendió constatar el fin de la Historia. Se llamaba Norman Angell y explicaba en su libro La gran ilusión que los “nuevos factores económicos” hacían ya imposibles las guerras. Era el último síntoma del optimismo y la fe en el porvenir que impregnaba la Torre Orgullosa -otro título de Bárbara Tuchman- en la que se habían instalado las naciones desarrolladas tras el cambio de siglo.

Sin embargo, uno de los grandes amigos de Angell, el presidente del Comité Militar del Parlamento, Lord Esher, escribió en su diario algo muy distinto la noche que siguió a aquel fastuoso funeral de las 70 naciones y los nueve reyes: “Nunca había habido tal ruptura. Es como si alguien hubiera retirado todas las viejas boyas que han marcado los canales de nuestras vidas”. 

O como si un corte de suministro nos dejara sin luz ni calefacción, o un sabotaje masivo nos privara de Internet una buena mañana.