Durante la recepción que acompañó, el pasado 11 de marzo, a los actos de homenaje a las víctimas del terrorismo, una mujer se acercó airada a Inés Arrimadas y le espetó la consigna que llevaba varios días escuchando por la radio afín a la ultraderecha: “¡Eres una traidora!”. La menuda líder de Ciudadanos, vestida de luto como su acompañante Begoña Villacís, se mantuvo impávida, pero algo le crujió por dentro.

Ilustración: Guillermo Serrano Amat

Todos sus servicios a la causa constitucional, todo su valor cívico, todas sus horas amargas aguantando soeces improperios en tantos pueblos catalanes, parecían haberse diluido a los ojos de aquella agresiva replicante. Ella, como tantos otros de su misma laya, sólo veía el fulgor del puñal naranja, dirigido contra la derecha gobernante en Murcia, en beneficio de la izquierda.

Arrimadas rememoró mentalmente aquel día de hace dieciséis meses en que dimitió Albert Rivera y todas las miradas de los reunidos en la mesa redonda de la Ejecutiva de Ciudadanos confluyeron en su frágil figura de embarazada, con un mensaje inequívoco: Inés, te ha tocado.

Para alguien que nunca había considerado la política como una profesión, el desafío era tan ineludible como apabullante. Se trataba de mantener a flote el único partido de centro que había cuajado en España desde la UCD, tras una debacle sin precedentes, fruto de los calamitosos errores de su líder carismático. Y en el entorno político y social -polarización y pandemia- más adverso imaginable.

En el año y poco transcurrido, desde que fue formalmente elegida líder de Ciudadanos, Arrimadas ha tratado de ser coherente con el papel de ese partido de centro, sacando petróleo de su paupérrima herencia política -¿qué se puede hacer con diez escaños que no completan ninguna mayoría?-, entendiéndose casi siempre con el PP en la oposición y pactando ocasionalmente con el Gobierno.

Pese a considerar que la negociación tras las últimas autonómicas y municipales fue pésima, pues resucitó al PP en feudos clave como Madrid, Castilla y León o Murcia, en los que le había ganado el PSOE, a cambio solo de posiciones subalternas, Arrimadas mantuvo los pactos con lealtad en todas partes, hasta que se cruzó la malhadada moción de censura de Murcia. Fue una operación mal fundamentada, peor explicada y pésimamente ejecutada.

El garrafal error de cálculo fue no darse cuenta de que la aritmética de la Asamblea de Madrid -bastaba que alguien comprara a 3 de los 26 diputados de Ciudadanos para tumbar a Ayuso- hacía inexorable la disolución de la Cámara, por muchas garantías que Arrimadas diera a Casado. Y, para colmo, lo de Murcia fue el disparo de la carabina de Ambrosio.

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Hacía tiempo que una torpeza política no tenía un coste tan alto. Con el apoyo de Fran Hervías, agente durmiente del PP, García Egea remendó con habilidad el roto de Murcia y lanzó una opa hostil sobre dirigentes, cuadros y votantes que ha dejado a Ciudadanos al borde del KO. No tanto por la calidad de los fichajes como por la profundidad del fichero entregado. Y, sobre todo, por la inducida sensación de naufragio, con el telón de fondo del acercamiento de Albert Rivera a Génova, bajo la cobertura de sus encargos jurídicos.

La maldición que engulló al Partido Reformista, al CDS y a UPyD se cierne ahora sobre los naranjas. Aunque Arrimadas invoca el espíritu de resistencia que comparte con lo que queda del núcleo duro del partido, será casi imposible que Ciudadanos sobreviva si no supera el listón del 5% que le mantendría en la Asamblea de Madrid. Cundirá el “sálvese quien pueda” y las gaviotas se abalanzarán sobre sus despojos.

Para colmo, lo de Murcia fue el disparo de la carabina de Ambrosio

Consciente de ese riesgo, Arrimadas afronta la campaña madrileña -igual que Ayuso e Iglesias- como si se tratara de unas elecciones generales. Aunque la candidata no sea formalmente ella, no le queda más remedio que ejercer de punta de lanza del tridente que completan el cabeza de lista Edmundo Bal y la vicealcaldesa Begoña Villacís. Tres atractivos perfiles para un noble empeño porque, como advertí el domingo pasado en La Sexta, España sería un país peor si no existiera Ciudadanos.

Y, como Dios no abandona nunca a un buen centrista, el calendario va a proporcionar a Arrimadas, Bal y Villacís un fantástico argumentario, en forma de efemérides, justo en el pórtico de la campaña. Me refiero al redondo aniversario de la gozosa proclamación de la Segunda República que la izquierda se prepara para celebrar. Porque, claro, si van a cumplirse noventa años del 14 de abril de 1931, también van a cumplirse ochenta y cinco del 14 de abril de 1936 y eso propicia una reflexión de fondo, a la luz de lo que pasó en Madrid aquel día.

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Era el quinto aniversario del nacimiento del nuevo régimen y el gobierno, fruto del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero, había organizado un gran desfile conmemorativo en la Castellana. Presidían el acto Azaña, como jefe del Gobierno, y Martínez Barrios, como presidente del Congreso y de la República en funciones, pues Alcalá Zamora había sido aviesamente destituido seis días antes.

Nada más empezar, un falangista lanzó una traca de petardos tras la tribuna principal instalada frente a la calle Ayala. Los caballos de la guardia presidencial se encabritaron, hubo algunos disparos y un intento de linchar al provocador. Poco después, cuando desfiló la Guardia Civil, un grupo de extrema izquierda comenzó a gritar: "¡Uníos Hermanos Proletarios!" en la plaza de Colón. Un alférez de la Benemérita, Anastasio de los Reyes, les increpó y fue tiroteado junto a otros compañeros. Falleció poco después por una bala alojada en el hígado. Al día siguiente, en su entierro, se produjeron nuevos enfrentamientos y persecuciones a tiros por las calles de Madrid con seis muertos, la mayoría falangistas.

Estos trágicos episodios eran la secuela del reciente atentado contra el catedrático y diputado socialista Jiménez de Asúa, en el que perdió la vida uno de sus escoltas. Uno de los que dispararon sus armas durante los tiroteos del 14 y 15 de abril fue el teniente Castillo, de militancia socialista, que hirió a un joven requeté en el mismo espacio intercostal por el que penetraría la bala vengativa que acabó con su propia vida el 12 de julio, desencadenando la represalia organizada del asesinato de Calvo Sotelo.

Todos estos hechos están trepidantemente relatados en uno de los capítulos de Vidas Truncadas, el volumen editado por los historiadores Álvarez Tardío y Fernando del Rey, a modo de literal rompecabezas de la cultura de la violencia en la España previa al golpe del 18 de julio.

El prólogo gira en torno a una reflexión de los autores, muy vigente en la España actual, en la que vuelven a circular -por aludir a otro título de Fernando del Rey- las palabras como puños y los ataques a las sedes de los partidos son, como mínimo, metáfora de una furia latente que amenaza a las personas:

“La radicalización era en parte un instrumento de la propaganda, el fruto de la retórica sostenida por los sectores extremistas interesados en despeñar al país por el camino de una violencia insoslayable… Las armas no habían sido cargadas unas horas antes de que unos españoles se lanzaran a quitarse la vida unos a otros… La línea que marcaba las diferencias entre amigos y enemigos había sido trazada de antemano”.

Los ataques a las sedes de los partidos son, como mínimo, metáfora de una furia latente que amenaza a las personas

El golpe de Estado no truncó la convivencia de una Arcadia feliz. Entre abril de 1931 y abril de 1936 habían ocurrido muchas cosas, pero una de las más relevantes había sido la destrucción del centro político, encarnado durante la mayor parte de ese tiempo por el Partido Radical de Lerroux. Cuando las exageradas acusaciones de corrupción y la creciente polarización se lo llevaron por delante, Alcalá Zamora y su subalterno, Portela Valladares, trataron en vano de reemplazarlo por el Partido de Centro Democrático.

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Ahora que la admirable figura de Azaña vuelve a estar de actualidad, a través de la emocionante exposición de la Biblioteca Nacional -cien veces que pudiera, volvería a visitarla- estremece releer, como contrapunto, las diatribas que durante la campaña de febrero del 36 el intelectual centrista Manuel Azaña dedicó a aquel intento de resurrección o simple permanencia del centro político. En esta paradoja se compendia la tragedia de España.

Nada de ello aparece en la magna exposición, pero el 9 de febrero Azaña se despachó a gusto en su mitin del cine Montecarlo de Madrid: “¿Qué es el centro? Una invención diabólica, sin duda, y un artilugio… El país español, en el orden político, está dividido en dos bandos que se combaten ardientemente”.

Sus palabras, íntegramente transcritas al día siguiente en El Heraldo, dieron paso a una tremenda premonición: “A mí esto no me parece mal ni creo que a nadie le deba parecer mal… Podrá parecer una desgracia, un síntoma de guerra civil -¡¡¡- pero es una realidad y a ello hay que atenerse… Con el centro lo que se hace es inventar un parachoques, un mullido, un amortiguador o una red debajo del trapecio del acróbata; pero nada más”.

Cinco días después volvió a la carga en el Teatro Circo de Albacete con tan acerba ironía -“resultará que los únicos que no somos centristas somos los que estamos aquí y aún no sé si habrá alguno disfrazado…”- como nefasta ceguera: “España no necesita salvarse de nada. No lo olvidemos. No estamos al borde de un naufragio”.

Y el 15 de febrero cerró la campaña en el Teatro de la Zarzuela con una implacable parodia inspirada en la Guerra de los mundos de Wells: “Vemos con asombro caer en el campo electoral español, dividido en dos bandos de derecha e izquierda, un enorme proyectil semejante a aquel que dispararon los marcianos sobre nuestro planeta. Y uno se pregunta, ¿qué hay dentro de este proyectil? Y cuando se abrió, en vez de salir los marcianos, sale el señor Portela… Naturalmente, al salir del proyectil, los marcianos centristas llevan detrás la masa neutra”.

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Qué distinto habría sido el clima político y social en España, si de aquellas urnas cainitas hubieran salido unas decenas de esos “marcianos centristas”, dispuestos a ejercer de “parachoques”, en nombre de “la masa neutra”, en el conflicto que se avecinaba. Y estoy convencido de que, de haber vivido unos años más, el propio Azaña -que ya en su discurso de julio del 38 en Barcelona invocó “la musa del escarmiento”- se habría arrepentido de haber contribuido tan briosamente al aplastamiento del centro, pues no en vano él fue el principal “acróbata” que se quedó sin “red”, cuando su frágil “trapecio” voló entre los extremos.

Tras la inmensa tragedia colectiva de la guerra civil, hubieron de pasar cuatro décadas de dictadura para que una nueva generación de “marcianos centristas” aterrizara con mejor suerte. La Transición supuso la confluencia benéfica de muy diversos actores, pero la UCD no sólo fue el principal de todos ellos, sino que pergeñó el guion que interpretaron los demás y dejó un legado de concordia que durante otras cuatro décadas ha polinizado nuestra atmósfera.

Qué distinto habría sido el clima político y social en España, si de aquellas urnas cainitas hubieran salido esos “marcianos centristas”

Por desgracia, en los últimos años ese aroma salvífico se ha ido volatilizando aceleradamente, abriendo paso al hedor de la España carpetovetónica, de nuevo dividida en esos “dos bandos que se combaten ardientemente”. No hay más que ver las patéticas antinomias –“comunismo o libertad”, “fascismo o democracia”- que se han enseñoreado de la precampaña electoral en Madrid. Hasta el moderado Gabilondo acaba de desplegar una enorme pancarta, simplificadora y maniquea, tanto por lo que muestra como por lo que oculta.

¿Podemos, en este contexto de retorno a los preámbulos de todo guerracivilismo, permitirnos el lujo de prescindir del único partido “amortiguador” que en la Comunidad de Madrid podría liberar a la muy probable vencedora de la dependencia de Vox y en el ámbito nacional ayudar a corto plazo al gobierno de Sánchez a orientarse hacia la ortodoxia europeísta y completar a medio plazo una mayoría alternativa del PP? Por mucho que nos hayan ofendido, ninguno de los errores de Ciudadanos justificaría esa automutilación.

En su bien argumentada entrevista de hoy en EL ESPAÑOL, Pablo Casado se muestra cargado de razón para intentar que la integración del centroderecha se produzca por la base, tras haber planteado generosas ofertas de confluencia a Inés Arrimadas. Pero, aunque no hubiera diferencias ideológicas de fondo -que las hay- experiencias como las de Javier Arenas en 2012, Jaume Matas en 2007 o la propia Esperanza Aguirre, sólo salvada en 2003 por el tamayazo, prueban que una cosa es ganar y otra gobernar.

Sin la supervivencia de un aliado potencial como Ciudadanos que aporte votos decisivos para completar una mayoría por el centro, al PP de Casado le va a resultar casi imposible neutralizar lo que en las elecciones generales volverá a ser una alianza, al menos numérica, entre el PSOE, lo que quede de Podemos y los separatismos. Máxime cuando la presencia de Vox va a restringir su propio margen de evolución hacia la transversalidad.

Con todo esto en la cabeza, almorzando el día de Viernes Santo con un amigo, en uno de los pocos lugares de la memoria que el liberalismo y la Tercera España pudieron preservar incólumes durante todo el siglo pasado, vine a coincidir con mi anfitrión en que si viéramos en peligro en los sondeos el modelo de prosperidad económica de Madrid, el estado de necesidad nos aconsejaría votar por Díaz Ayuso; y en que si percibiéramos una expectativa real de que Gabilondo pudiera gobernar sin depender de Pablo Iglesias, recompensaríamos con gusto su distanciamiento del modelo insomne que rige en la Moncloa. Pero también coincidimos en que, no dándose ninguna de estas dos circunstancias, lo útil y aconsejable será votar por los “marcianos”.