La primera presidenta de la historia de Brasil ha sido depuesta de su cargo. La decisión del Senado, que ha condenado a Dilma Rouseff por maquillaje de cuentas públicas, marca el final de una era: con la destitución de la presidenta también acaba el ciclo de casi 14 años del Partido de los Trabajadores en el poder. Un escenario prácticamente impensable cuando Lula da Silva tomó las riendas del país a principios del nuevo milenio.

En los últimos años, la marca Brasil ha pasado de simbolizar el milagro económico que protagonizó el mítico exdirigente sindical a ser sinónimo de corrupción. El impeachment de la líder del Partido de los Trabajadores es el último episodio de la grave crisis política y económica que lleva gestándose en los últimos años. El pasado marzo se anunció que Da Silva estaba siendo investigado por su presunta implicación en el escándalo de corrupción y blanqueo de la petrolera estatal Petrobras, en la que también se han visto implicados varios miembros de su partido. El fantasma de este escándalo también se ha cernido sobre Rouseff, ya que fue presidenta del consejo directivo de Petrobras entre 2003 y 2010.

Es evidente que existen razones más que suficientes para justificar la decisión del Senado. Sin embargo, es poco probable que la destitución de Rouseff ponga fin a los graves problemas que afronta el país. La corrupción endémica de la clase política y la crisis económica que azota Brasil continuarán tras la marcha de la presidenta. El tiempo dirá si su sucesor Michel Temer está capacitado para hacerles frente.