Justo antes de Navidad la periodista del Yorkshire Post Kate Proctor entrevistó a Jo Cox. Las dos eran novatas en Westminster.

Cox fue elegida diputada en mayo de 2015. Proctor llevaba casi el mismo tiempo de corresponsal parlamentaria del periódico local de la zona de donde eran las dos. La periodista no podía evitar sentir admiración hacia una política que había sido la primera en ir a la universidad de su familia y que aspiraba a ser un día primera ministra. “Me hizo pensar que yo podía conseguir cualquier cosa que quisiera”.

La reportera había hablado varias veces con ella.

Cox seguía viviendo en su circunscripción en el norte de Inglaterra, Batley and Spen. Pero entre semana residía con su marido y sus dos hijos en uno de los barcos anclados en el Támesis dentro de una comunidad llamada Hermitage Moorings que recupera embarcaciones antiguas. Unas horas antes de ser asesinada celebró una fiesta para las nuevas diputadas que llevan como ella un año en el puesto. Varias personas, incluido David Cameron, la definían como “una estrella”.

Cox había superado las expectativas. Su madre era secretaria en un colegio. Su padre trabajaba en una fábrica de pasta de dientes. Ella recordaba en aquella entrevista antes de Navidad lo rara que se sentía cuando estudiaba en Cambridge y pasaba los veranos empaquetando tubos de dentífrico mientras muchos de sus compañeros se dedicaban a viajar. Allí se dio cuenta de lo mucho que “importa dónde hayas nacido”.

Una hora antes del asesinato de Jo Cox, yo hablaba con John Curtice, profesor de una universidad de Glasgow y el experto en demoscopia que siempre verás en la BBC; me decía que el referéndum sobre la UE es una elección entre una parte del país víctima de la globalización y otra que ha sabido aprovecharla.

Jo Cox venía de una familia del norte de Inglaterra que podía haber quedado presa del miedo al exterior, pero ella se convirtió en un ejemplo de cómo de lejos se puede llegar en el nuevo e incierto mundo. La mayor parte de su carrera se entregó a cómo mejorarlo, como jefa de campañas de Oxfam. Era alguien que celebró una Nochevieja en un orfanato bosnio. En su trabajo en Darfur o en Afganistán vio de cerca la espiral del horror que se crea cuando los gobiernos no reaccionan bien ante los shocks.

“Lo que aprendí de toda esa experiencia fue que si ignoras un problema se convierte en peor”, decía.

Sus palabras parecen ahora proféticas en una sociedad cuyos políticos llevan años coqueteando con el racismo y agitando los miedos contra el exterior. Cuando la violencia retórica sube, también lo hace el riesgo de la violencia física. Ya ha sucedido en varios mítines de Donald Trump.

Lo que sabemos del asesino de Cox es que tenía problemas mentales, que compró material del principal grupo neonazi de Estados Unidos y que, según dos testigos, gritó “Britain first”.

Mirar hacia otro lado acaba a menudo en más discriminación e intolerancia cotidiana. A veces en episodios de violencia. Y en el peor de los casos en una tragedia tan descorazonadora como la de Jo Cox. El terror es individual, pero la responsabilidad para evitarlo suele ser colectiva.