La noche del 15 de mayo del 74 hubo fiesta en casa. Aquel día los atléticos nos jugábamos la Copa de Europa. Era fútbol, como lo será la semifinal de la Champions League este martes, esa que disputarán los mismos equipos de entonces. Pero nuestro país, aunque aún hoy se llame igual, era otro.

Entonces, el caudillo –pongámosle la minúscula a un ser tan minúsculo-, dirigía el país sin apenas titubear. Éramos –vaya logro tan exiguo- el refugio espiritual de Occidente. Vivimos, los años precedentes, el “milagro español” –el comienzo del boom turístico, la industrialización y un notable desarrollo económico- pero todo ello ya concluía por la crisis internacional del petróleo del 73.

Solo seis meses antes de aquella celebración familiar que recuerdo con claridad, aunque en blanco y negro, el presidente del Gobierno Carrero Blanco había volado- literalmente- por la calle Claudio Coello en su Dodge 3700 GT. Solo 16 meses después, España continuaba fusilando a sus presos políticos, como hizo con los tres miembros del FRAP y los dos militantes de ETA a quienes el Estado mató. Ni las intensas protestas internacionales ni la petición de clemencia del papa Pablo VI doblegaron la decisión de los tribunales militares españoles.

Entonces yo no lo sabía, quizá él tampoco, pero el generalísimo no era inmortal; aún le quedaba un larguísimo año y medio de vida. En aquellos tiempos grises, algunos levantaban el brazo con la palma hacia abajo y otros muchos soñaban con el fin de una dictadura que había comenzado del peor de los modos: con una sublevación militar y una cruenta guerra entre teóricos hermanos. Tantos años después, en la primavera del 74, Cuéntame aún era real, como el régimen autoritario de Franco, y no una serie de televisión.

Aquella noche el Atlético presentó una alineación tan hermosa como mítica: Reina, Heredia, Adelardo, Irureta, Ufarte… Pero la de los alemanes también resultaba intimidante: Breitner, Beckenbauer, Hoeness, Müller…

Llegó aquella falta y recuerdo cómo Luis Aragonés se abalanzó sobre el balón, de ese modo suyo tan particular, golpeándolo con tanta suavidad que parecía ternura. La pelota dejó petrificado a Sepp Maier, que solo pudo observar -quizá admirado- cómo el cuero superaba a la barrera y se introducía en el ángulo derecho de su portería.

Era el minuto 114 de partido: solo quedaban seis. En casa vivíamos con nerviosismo los últimos instantes, pero también con inmensa alegría: en tan poco tiempo no podía ocurrir ninguna tragedia.

Se sucedieron varias jugadas intrascendentes y el tiempo había rebasado ya el reglamentado; por alguna razón el colegiado belga no señalaba el final del partido. Y entonces conocí lo que era una tragedia. Al menos lo que es una para un niño de 9 años sin grandes infortunios a su alrededor. Cierto que era solo futbolística pero, a esa edad, ésa puede ser, precisamente, la desventura máxima. Al tipo aquel que pateó el balón, ese que ni siquiera estaba cerca del área, no se le podía ni llamar, de tantas consonantes que poblaban su apellido. Recuperada la conciencia conocimos a Schwarzenbeck, el nombre que todo atlético con al menos medio siglo de vida ha querido olvidar.

Aquella noche fue dura para los atléticos. Sobre todo, porque además de encajar un gol desalmado, cuando aquello terminó, 48 horas después, con aquella escabechina, aún seguíamos viviendo en un país triste.