Al venir de comprar la baguette nuestra de cada día ha vuelto a sucederme, he pisado una mierda. Una mierda de perro, asquerosamente grande. Noticias breves: según un estudio realizado por los peritos medioambientales del Ayuntamiento, en cada hectárea del centro de la ciudad hay 110 excrementos de perro, ni uno más. De tal modo que pisarlos es cosa hecha, algo cotidiano que puede ocurrirle a cualquiera (algunos nos vamos organizando) y, sin embargo, allí me quedé yo esta mañana húmeda como una esponja, pegado a una plasta que, igual que un chicle enorme, escupido, reseco, debía de ser, sin lugar a dudas, el complot perpetrado por algún podenco sin escrúpulos.

Drama: había una vez un perro bien alimentado…

Me revientan los animales que se alivian en cualquier parte, presintiendo nuestra llegada. Habrá sido cosa de Helmut Kohl, el orondo mastín de mi vecina Luisi, la del 4º C. Quien, a sus 72 años, cree que es posible domesticar la soledad como a un animal amedrentado; o sea, fingiendo no ocuparse de él. Por mi parte, vuelvo a estar penosamente enmierdado. Arrastro una peste fatal envuelta en graves contrariedades. En ello soy todo un perfeccionista. ¿Y qué? Todos tenemos problemas. El mío se llama Helmut Kohl. He aquí uno de mis puntos flacos encarnado en el chucho más gordo del barrio.

Es del color y del tamaño de los otoños.

Y tiene la risa amarilla.

He llegado al portal arrastrándolo, el pie derecho, y para ocultarle al conserje el motivo de mi cojera, me he mostrado natural como todos los días. Ha sido fácil. Aunque supongo que una estela nauseabunda ha acabado por delatarme.

Me acabo de enterar ahora, al llegar a casa, de que Cristina Cifuentes permitirá a los perros entrar en toda la red de Metro de Madrid, a partir del próximo verano, siempre que estén identificados y con correa y bozal. Y he soltado una carcajada.

¡A la salud estomacal de Cifuentes y de Helmut Kohl!

Sucede que Madrid no es Berlín, ni Barcelona, Londres, Lisboa o Bruselas. E imagino los últimos vagones de cada tren convertidos en apestosos pipicanes. Aunque, para el caso, también es posible que, según el estado de algunas estaciones de la red de metro de la capital, algunos usuarios no reparemos en esta nueva situación.

Bien pensado, el problema de algunos perros no está en los perros. Sino en la pésima educación de los verdaderos animales salvajes de esta nauseabunda tragicomedia: sus dueños.