Quizá sea la persona más deslumbrante que haya conocido nunca. Lo entrevisté para El Mundo el siglo pasado, en su estudio de Nueva York. Entonces, tenía fama de ahuyentar a la Prensa, y a casi todo el mundo, por una supuesta agresividad que no vi, realmente, en ningún lugar.

Sí es cierto que su mirada te penetraba como si de sus ojos se desprendieran sendas llamaradas que hurgaran, con insólita sabiduría, en el interior de tu alma. Y, si no existe el alma, sería otra cosa desesperadamente cercana, e igualmente íntima.

El caso es que Jorge Castillo te miraba y se introducía en ti por algún extraño pasadizo; no parecía que le costara trabajo alguno, y lo hacía sin la menor compasión. Entonces, solo segundos después, parecía que lo sabía todo. No solo por qué estabas allí; no solo qué querías saber; también qué había dentro de ti. El tipo te desnudaba con solo mirarte. Eso nunca lo había experimentado antes. Y nunca después.

Quizá sea esa, su mirada, la capacidad que le ha permitido pintar de un modo apoteósico y tan propio que resulta ajeno para todos los demás. Por eso, sobre todo por eso, por esa visión –ecléctica, extraña-, resulta tan sobrecogedora su obra.
Castillo se ha ido a Suecia y ha pintado el frío; la nieve; el blanco. ¿Es eso posible? Como siempre, lo ha hecho desde su perspectiva única, la que le marcan sus profundos ojos negros rodeados de sus transgresoras, al menos para un octogenario, melenas blancas.

Jorge nació en Pontevedra en 1933; hace unos cinco años me dijo, puede que al oído, evaluando lo que aún le quedaba por hacer en su trayectoria artística: “…porque, ¿cuántos años me quedan a mí a pleno rendimiento? ¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte? No muchos más, supongo”. No estaba siendo optimista: simplemente estaba siendo él.
Vivió en un ático en la ciudad de los rascacielos; pintó en un año en París –enloquecido, brillante-, más cuadros de los días que tuvo ese año. Se nutrió del apasionante Berlín de principios de los 70, conmoviendo, entre otras galerías, en la Nationalgalerie. Posiblemente, Castillo lo ha hecho todo. Posiblemente, lo ha conseguido todo. Quizá por eso tenga tanto mérito que siga buscándole nuevas aristas, confusas y palpitantes, a su demoledor talento.

“Goya es mi padre; Velázquez, mi abuelo”, me dijo no hace tanto. Ayer inauguró su nueva exposición en la Galería Leandro Navarro. Vayan a ver si de verdad pintó el frío; si pintó la nieve, si pintó el blanco. Vayan a ver si su abuelo es, como el mío, Jorge Castillo.