¿Qué se puede decir de los atentados de París, convertida Francia en la oscura sístole de Europa, más allá de constatar el dolor del mundo y la elasticidad del miedo?

La necesidad de comprender, al igual que la resistencia a admitir la maldad como coste inevitable de la creación, acaba convirtiéndose en un atajo hacia la angustia.

Sin embargo, es habitual la exposición de lugares comunes sobre la naturaleza y las causas del mal porque el instinto de supervivencia tiende a negar la maldad y el sufrimiento, que es tanto como negar la letalidad de la gripe.

Comprendimos que en la laboriosidad del guardagujas de Auschwitz radicaba la banalidad del mal, pero nos resistimos a admitir la naturaleza licántropa del hombre pese a su cotidiana vehemencia.

Entonces sobreponemos a la angustia un géiser de fórmulas huecas, exhibidas como dogmas en el andamio de los titulares, cuando no en investigaciones de génesis conclusiva.

Los ejemplos son lamentablemente recurrentes. Por ejemplo, un niño sufre una depresión y acaba convertido en un adolescente abotargado y los expertos dicen que tenía carencias afectivas aunque ninguno de sus hermanos haya padecido jamás de melancolía. Por ejemplo, un padre destaza a su familia y los expertos dicen que había consumido cocaína; de ser así los bares de Madrid amanecerían convertidos en auténticos mataderos, pero eso es lo de menos, ahí están el médico, el psiquiatra, el periodista.

Los argumentos de autoridad son necesarios para eliminar el horror de la incertidumbre y la fecundidad de las matrioscas explicativas es sólo comparable a la tozudez con que nos resistimos a aceptar el dolor. Sólo en los casos de suicidio se impone una sordina elocuente porque un suicida es un homicida hacia dentro.

En el caso de la masacre de París, la exposición de motivaciones ha abundado en las apelaciones más procaces. Es necesario "ir a las causas del problema", dicen; hay que dar una "solución política y no militar", dicen; hay que dar una “respuesta estructural al fenómeno del terrorismo”. Es decir; el desarme acabará con la guerras, la distribución de la riqueza con la pobreza, el amor con el odio, y el diálogo con todos los conflictos presentes y futuros.

Qué lástima que no haya modo de acabar con la pereza, el cinismo y la fatua conciencia de superioridad que convierten estas generalidades en confortables. Lo peor de todo es que entre la explicación y la justificación de crímenes horrendos hay una frontera difusa, casi imperceptible, una delgada línea roja invisible para necios.