Una gira por Nueva York después de estos casi dos años de pandemia. Una ciudad herida. Una ciudad martirizada. Una ciudad que está en proceso de revivir, pero aún lejos de su libertad de antaño; única y prodigiosa. Mascarillas por todas partes. Miradas de desasosiego y desconfianza entre los transeúntes.

En mi hotel favorito, los ascensoristas, vestigios de otra época que contribuían al encanto del lugar, sin moverse de su sitio; ahora, su única función es ayudar a los más torpes a meter su llave magnética en el botón de la planta deseada. Y en el templo de Emanu-El, la primera sinagoga liberal de Nueva York, en ese inmenso espacio al que acudieron dos mil personas para rendir homenaje a Claude Lanzmann antes de la crisis del coronavirus, un público más escaso escuchó al autor de The Will to See debatir con la gran reportera de guerra, Janine di Giovanni —y, antes, a Henry Kissinger presentar, con el histórico jefe de Google, Eric Schmidt—, su libro a cuatro manos sobre "La era de la inteligencia artificial".

Las cifras no significan gran cosa, nos dice el rabino Joshua Davidson para tranquilizarnos: la gente tiene miedo; está confinada. En lugar de "aquí, hoy, con nosotros", sino escuchándonos, en directo, en todo Estados Unidos y más allá, hay cinco veces más de personas. ¿Judaísmo por Zoom? ¿Sin presencia real? Y, en las veladas de estudio, ¿se acabó la milhama chel Torah, la guerra de la Torá, en torno al conocimiento compartido? Lo cierto es que no me consuela.

Bernard-Henri Lévy, junto a Janine Di Giovanni.

Bernard-Henri Lévy, junto a Janine Di Giovanni.

Sin embargo, todos los amigos estarán presentes para descubrir la película por invitación de Jérémie Robert, cónsul general de Francia, y de Richard Plepler, el último productor estadounidense que ha salido de una novela de Scott Fitzgerald —¿no fue en la Riviera francesa donde, una suave noche, y como si fuera el último magnate, le propuso a Lisa, su mujer, que se casara con él?—. También habrá una gran afluencia de público en nuestro debate, en la librería Albertine, bajo los auspicios de Octavian Report, con Jonathan Tepperman, antiguo redactor jefe de política internacional y autor de un libro, que, por desgracia, aún no se ha traducido, sobre el buen aprovechamiento de las grandes crisis.

El "doctor Kissinger" tiene 98 años. Parece que ha encogido. Se le ve frágil. Y cuando va por la calle, no puede apartar la vista de las ruedas de uno de esos andadores que han invadido las calles de Nueva York y sin el cual ya no sale a pasear. Pero aún recuerda una cena en Gdansk, hace quince años, con Lech Walesa, borracho; en París, hace treinta, en casa de Jean-Luc Lagardère, que, todavía inmortal, se divertía llevándonos la contraria en todo. Incluso recuerda, en 1978, en la época del lanzamiento en Estados Unidos de La barbarie con rostro humano, nuestro primer encuentro, en el hotel Hay-Adams de Washington, con Marty Peretz, entonces propietario del mitológico New Republic; un encuentro en el que le aburrí con mis teorías de joven estudiante de la Escuela Normal Superior sobre el rey-filósofo según Platón.

Siento nostalgia de sus magníficas provocaciones, de sus locas borracheras y de la indomable energía con la que él, hombre de izquierdas, trazaba la línea del derecho de injerencia

Y, ante esa memoria absoluta, su deseo insaciable de conocimiento, su alegría por que sigan consultándole como el oráculo que realmente nunca fue. Así, se lo perdonamos todo: China, Bangladés, la realpolitik como una de las bellas artes, Chile; las vaguedades que enuncia, como un proustiano marqués de Norpois, sobre Occidente en decadencia, las complejidades de Oriente o el fracaso global del liderazgo.

Como aquel día, en Baltimore, en que Christopher Hitchens y yo fuimos a interrumpir su conferencia y no dudó en hacer que nos desalojasen por la fuerza. De repente pienso en Hitchens. Siento nostalgia de sus magníficas provocaciones, de sus locas borracheras y de la indomable energía con la que él, hombre de izquierdas, trazaba la línea del derecho de injerencia, del intervencionismo humanitario y político, y de ese luminoso universalismo que ya entonces era la respuesta a la frialdad del naciente wokismo. Por supuesto que era inglés: pero ¿no era, como Edgar Allan Poe, según Baudelaire, uno de los estadounidenses más poéticos que hemos conocido?

El rabino Arthur Schneier también está muy mayor. Preside los designios de la sinagoga de Park East, que es, dicho sea ya de paso, la congregación a la que también pertenece Kissinger. El rabino no tiene, como demuestra su reciente conflicto con su joven adjunto, el rabino Benjamin Goldschmidt (que acabó con su destierro total), ninguna intención de soltar las riendas.

La historia ha copado toda la prensa. No sé si es que los medios están disfrutando del espectáculo del viejo "león", cansado, pero al que no consiguen destronar y que sigue rugiendo. O si, por el contrario, están hartos del activismo de un extraordinario pastor al que, durante los últimos cincuenta años, se le ha visto discutir un día sobre Pakistán con Nixon; al siguiente sobre la crisis de los rehenes con Carter; sobre los migrantes con la señora Merkel; sobre el Tíbet con Xi Jinping, o bien recibir en su casa al Papa Benedicto XVI... ¿Hay algún otro país en el mundo en el que una guerra de sucesión entre rabinos cobre tal relevancia en los medios?

Hasta ahora, esta es la primera cena de sabbat real desde la pandemia. La gente, tal vez por ser más religiosa, ha venido en gran número esta vez y el comedor está lleno. Los cantos son alegres. El decano de la congregación pronuncia los nombres de los recién llegados a la comunidad y resulta conmovedor.

La voz del rabino Schneier, cuando toma la palabra, sin micrófono, para decir que este 5 de noviembre coincide que es mi cumpleaños, así como, por un inescrutable giro del destino, el cincuenta aniversario de la noche de la muerte de mi padre, es de nuevo fuerte, enérgica y está llena de un vigor que creíamos que había desaparecido. Y al final no me enfada que el azar —¿acaso hay azar en estos asuntos?— me haya llevado a ponerle el broche de oro aquí, en esta compañía, a una gira americana que culminará en este momento tan extraño de contemplación y comunión.