
Guardias de honor chinos forman ante su presidente en el Gran Salón del Pueblo de Beijing. Reuters
China aprovecha el tijeretazo de Trump a USAID y ofrece sus yuanes allí donde dejen de llegar los dólares de EEUU
Los recortes a la ayuda exterior estadounidense también tocan inversiones estratégicas como el Corredor Lobito; un megaproyecto minero pensado para disputar el monopolio chino en África.
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El Corredor Lobito es un proyecto ferroviario diseñado para transportar minerales desde Zambia y el sur del Congo –el llamado ‘cinturón de cobre’– hasta el puerto de Lobito, en la costa de Angola, donde la idea es que embarquen rumbo a Occidente. Esa es, al menos, su misión oficial: fomentar la explotación mineral en una de las regiones más ricas en oro, diamantes, cobre, cobalto, coltán y litio del mundo. Extraoficialmente, sin embargo, lo que pretende el Corredor Lobito es combatir el monopolio de China, que ya ejerce su control sobre las principales minas del lugar y cuenta con su propio nudo de comunicaciones: el que va desde la ciudad de Ndola hasta Dar es-Salam, el inmenso puerto de Tanzania que da al Océano Índico.
Aunque quizás sea mejor decir que eso es lo que pretendía. Porque el Corredor Lobito, un plan conjunto de Estados Unidos y la Unión Europea, depende del dinero procedente de la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de Estados Unidos, un organismo federal que se nutre de los fondos que maneja la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Y esta segunda entidad, más conocida como USAID, acaba de ser víctima de la motosierra esgrimida por Elon Musk, el multimillonario al que Donald Trump ha encargado adelgazar drásticamente el entramado federal estadounidense.
Dicho de otro modo: los recortes aplicados a USAID ponen en jaque el futuro del Corredor Lobito y, en consecuencia, la competición con los chinos por hacerse con los recursos naturales de África.
“Los promotores temen que este tipo de proyectos se vean interrumpidos dado que la financiación de estudios, servicios técnicos y pagos se encuentra congelada a raíz del desmantelamiento promovido por el Gobierno de Trump”, escribían hace unos días los periodistas Michael Kavanag, Paul Burkhardt y Matthew Hill, del portal financiero Bloomberg, tras contactar con fuentes próximas al Corredor Lobito. “Si bien este tipo de proyectos parecen alineados con los objetivos de Trump, la incertidumbre que ahora los rodea ilustra cómo el nuevo presidente ha puesto en duda inversiones estratégicas”.
Más allá de África
El Corredor Lobito es solo un ejemplo de muchos a la hora de ilustrar cómo los recortes a USAID podrían estar jugando a favor de China.
Otro ejemplo está teniendo lugar en Nepal, donde según han informado medios locales las autoridades chinas ya han dicho que están dispuestas a poner el dinero que hasta ahora ponía USAID en toda una serie de iniciativas. Un tercer ejemplo: las Islas Cook, un archipiélago situado en el Pacífico donde varios funcionarios locales han dicho estar recibiendo ofertas procedentes de China para compensar las pérdidas provocadas por los recortes a la ayuda exterior estadounidense. Y en Colombia lo mismo: desde el país latinoamericano, que el año pasado recibió cerca de 400 millones de dólares procedentes de USAID, cuentan que el Gobierno de Xi Jinping se ha mostrado dispuesto a cubrir el vacío.
Por eso las críticas al congelamiento de fondos de USAID están empezando a surgir, también, en el seno del Partido Republicano. Michael Sobolik, un analista especializado en el gigante asiático que trabaja para el think tank conservador Hudson Institute y que fue asesor del senador republicano Ted Cruz, es una de las personas que, desde la bancada derechista, lleva días torciendo el gesto.
En su opinión, USAID ha ofrecido durante años una alternativa a lo que quiera que pusiese China encima de la mesa en toda una serie de países en vías de desarrollo. Construcción de infraestructuras, expansión de las telecomunicaciones, campañas de vacunación, financiación de medios alineados con la hoja de ruta occidental frente a la creciente influencia de agencias de noticias controladas directamente por Pekín, etcétera.
“USAID estaba haciendo algunas cosas muy cuestionables que merecen ser evaluadas, cierto, pero no por eso hay que tirar al bebé por el desagüe junto al agua de la bañera”, le decía hace poco a los corresponsales de la revista Politico. “China espera que hagamos exactamente eso”.
Las aportaciones de USAID a Inteligencia
Al margen de cómo puede llegar a fomentar el expansionismo chino, hay otra vertiente derivada de la ofensiva contra USAID que preocupa a los servicios de inteligencia estadounidenses: la pérdida de información sobre el terreno.
Lo explicaba hace unas semanas Amy Mackinnon, una periodista especializada en seguridad nacional y espionaje: “La reducción de USAID podría privar a las agencias de inteligencia estadounidenses del conocimiento adquirido sobre el terreno en algunos de los países más inestables del globo”. Y es que, si las estimaciones son correctas, el tijeretazo dejará a la agencia con un 2% de su personal. Pasará, en fin, de 10.000 empleados a 300. “En esos países –añadía Mackinnon– USAID mantiene una red de contactos entre la sociedad civil mucho más amplia que la de cualquier otra organización gubernamental”.
De hecho, y según varias fuentes vinculadas al Servicio Exterior –el equivalente a los ministerios de Asuntos Exteriores europeos– consultadas por la revista Politico, los miembros de USAID suelen mantener “conversaciones casuales e informales” con agentes de los servicios de inteligencia “que ayudan a proporcionar información adicional”. Por su parte Dave Harden, ex director de USAID en Oriente Medio, ha corroborado que la información compartida por sus trabajadores con otros funcionarios norteamericanos “siempre fue muy bien recibida en el Consejo de Seguridad Nacional”.
Una percepción incompleta… e incorrecta
A juzgar por los resultados que ofrecen las encuestas, el norteamericano medio piensa que la ayuda destinada al exterior a través de organismos como USAID se come el 25% de todo el presupuesto anual manejado por la primera economía del mundo. Teniendo en cuenta esa percepción, y teniendo en cuenta que la opinión mayoritaria dice que esa ayuda exterior no debería superar el 10% del presupuesto, la fobia que siente al respecto es comprensible.
Sin embargo, tal y como explica el analista George Ingram, del think tank centrista Brookings, la ayuda exterior no suele rascar más de un 2% del presupuesto federal anual. Una cifra corroborada por el Pew Research Center, cuyos analistas han concluido, tras repasar series históricas e incontables hojas de Excel, que “desde el 2001 la ayuda exterior ha oscilado entre el 0,7% y el 1,4% del total de los gastos federales”. Y un dato curioso: “La ayuda exterior representó una proporción mayor del gasto federal durante el apogeo de la Guerra Fría y, de hecho, el sistema de ayuda moderno fue en gran medida producto de la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética”.
Otro problema reside en algunos de los programas enmarcados dentro de USAID, considerados totalmente prescindibles por buena parte de la sociedad estadounidense. En esta categoría se encontraría, por ejemplo, un programa destinado a la comunidad LGTBQ de Serbia o las subvenciones a los vehículos eléctricos en Vietnam.
No obstante, tal y como apunta el cronista George Packer en un reportaje publicado en la revista The Atlantic, la importancia de estos programas se ha visto sobredimensionada por la atención mediática. En total, dice, suponen una parte anecdótica del dinero que se gasta en ayuda exterior.
Por no hablar –añade– de esos programas que, tras títulos aparentemente vacuos, aportan más de lo que uno podría pensar. Un ejemplo de esto último sería el “Programa de Becas de Diversidad e Inclusión”. Nombre, éste, que invita a imaginar millones de dólares despilfarrados en vaya usted a saber qué pese a ser, en realidad, una ayuda destinada a los rohinyás que han logrado escapar a la limpieza étnica promovida contra ellos en Birmania. “La ortodoxia de una administración anterior exigía esa terminología”, explica Packer. “Y la ortodoxia de la nueva ha acabado con la educación de unos estudiantes que ahora temen regresar al país que los oprimía”.
El concepto detrás de los orígenes
El presidente John F. Kennedy, que fue quien puso en marcha USAID a comienzos de los años sesenta, sabía perfectamente que una entidad federal destinada a repartir el dinero del contribuyente entre terceros no iba a ser particularmente popular entre la ciudadanía estadounidense. Por eso exigió a sus asesores vincular “todo este concepto de ayuda a la seguridad de Estados Unidos” y a repetir por activa y por pasiva que “esa es la razón por la que brindamos ayuda”. De hecho, sugirió cambiar el término “ayuda” por el de “asistencia mutua” o, mejor, una inversión en “seguridad internacional”.
“Todos los presidentes, desde Franklin D. Roosevelt hasta Barack Obama, comprendieron que el poder estadounidense no disminuía sino que se fortalecía estrechando vínculos y tejiendo nuevas alianzas”, cuenta Packer en su crónica. “Esa fue la idea que impulsó el Plan Marshall de Harry Truman para la Europa de posguerra, la creación de USAID por parte de Kennedy, la creación del programa de refugiados de Estados Unidos por parte de Jimmy Carter y el Plan de Emergencia para el Alivio del SIDA de George W. Bush”. Packer sentencia que “no fueron simples actos de generosidad sino planes diseñados para impedir que el caos y la miseria abrumasen a otros países y, con el tiempo, perjudicaran al nuestro”.
En otras palabras: más allá de quienes están en contra de los recortes por razones puramente humanitarias, no son pocas las voces que claman contra el desmantelamiento de iniciativas como USAID al entender que éstas apuntalan la importancia de Estados Unidos por la vía de lo que en política exterior se conoce como soft power o poder blando. Al entender que éstas consiguen, en fin, aumentar la influencia de Washington a lo largo y ancho del globo mediante la atracción en lugar de tener que recurrir a la coacción.