Antes que nada, la imagen. La imagen de los cuerpecitos, horriblemente alineados, que vomitan las costas griegas, italianas o a veces turcas. La imagen de los cadáveres ahogados, aferrados a inútiles boyas; la imagen de aquellos para los que los barcos-ambulancia llegaron demasiado tarde y no hubo rescate.

O, para los supervivientes, para los afortunados que no fueron engullidos por esa gigantesca fosa común en la que se ha convertido el Mediterráneo, como decía Roberto Saviano en Libération el pasado lunes 3 de mayo, es la imagen de los parques de la vergüenza, de las cárceles al aire libre, de los pozos negros que son, en el umbral de la patria de Homero, Dante y Víctor Hugo, los campos de refugiados. Entre otros muchos, el campamento de Moria, en la isla de Lesbos, que visité dos veces el año pasado, en plena crisis sanitaria. Aquello sí que es el infierno en la tierra. El horror.

Luego, el escándalo. ¿Es culpa de los guardacostas libios? ¿Es culpa de Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, cuyos barcos llegan cada vez más tarde y en menor número? ¿Es culpa de nuestros políticos, emponzoñados por la propaganda populista, que cierran filas con la idea —factualmente falsa— de que los buques que van al rescate de los migrantes crean un "efecto llamada" y son «cómplices» de los contrabandistas y traficantes?

Un grupo de inmigrantes llega a la isla griega de Lesbos.

Un grupo de inmigrantes llega a la isla griega de Lesbos.

Veamos los hechos: hay cientos de miles de mujeres, niños y hombres que viven como esclavos y que mueren como animales mientras nosotros, los habitantes de la vieja Europa, permitimos que se conviertan en una humanidad de segunda. Hannah Arendt ya señaló esta atroz paradoja.

Esas personas salen de un país (al que ya no pertenecen) para entrar en otro (al que aún no pertenecen). Ya no son sirios (ni sudaneses, ni chadianos), pero tampoco franceses (ni italianos, ni griegos). Es decir, no se inscriben en ningún espacio de soberanía regido por el derecho internacional. Y, por esta razón, son los seres humanos más desvalidos, más a merced del naufragio.

Es la imagen de los parques de la vergüenza, de las cárceles al aire libre, de los pozos negros que son los campos de refugiados

El siglo XX europeo ha conocido la figura del Trabajador (Jünger). El Proletario (Marx). La del Refugiado (a la que la Sociedad de Naciones, gracias a uno de sus grandes comisarios, Fridtjof Nansen, dio un estatus propio). La de los Condenados (¡de los que Frantz Fanon todavía hizo la sal de la tierra!).

Aquí aparece la figura del Migrante, es decir, el paria definitivo, sin vida y sin destino, en exceso en esta tierra, un ser humano sin nombre que, como solo es un ser humano, no tiene derecho a tener derechos y no es sujeto de ningún derecho humano.

¿Qué hacemos ante esta situación?

Lo primero es salvar los cuerpos. Hay que salvarlos incondicionalmente. Hacemos lo que hicimos hace justo cuarenta años, en la época de los balseros vietnamitas a los que no se les pidió ni su carné de identidad ni se les preguntó por su tendencia ideológica cuando fueron rescatados en el mar de la China Meridional. Deberíamos dejar de juzgar a los pescadores que se salen de su rumbo para responder a una llamada de socorro de AlarmPhone.

Dejemos de demonizar a las ONG que se enfrentan a viento y marea para navegar hacia una balsa a merced de la bravura del oleaje. Dicho de manera sencilla: apliquemos el derecho marítimo, que castiga a quien sabe que un barco está en peligro y espera una hora de más para ir a su rescate. Y, de paso, reformemos el absurdo e hipócrita Reglamento de Dublín, que, al exigir a los solicitantes de asilo que presenten su solicitud en el país en el que ponen primero el pie, hace recaer casi toda la carga en Italia y Grecia.

En segundo lugar, echamos mano de nuestros arsenales, ya no jurídicos, sino filosóficos, para definir una actitud digna del universalismo fundador de Europa. Europa tiene tres posiciones posibles con respecto a este tema. La primera, la posición soberanista y potencialmente mortífera de Edmund Burke, y luego de Carl Schmitt: nada de derechos para un sujeto que excede el espacio concebible que constituye aquel que está delimitado por las fronteras de una nación.

La segunda, éticamente magnífica pero políticamente insostenible que recorre la tradición anarquista: la pasibilidad infinita ante el otro; poner mi identidad en el éxodo y, de esta forma, como diría Levinas, gritar un «¡después de ti!», exhortarse a ser el «obligado», el «rehén» de los demás; es decir, una acogida sin restricción ni límite.

La tercera, la hermosa idea kantiana, a medio camino entre la razón pura y la razón práctica, de un derecho cosmopolítico cuya primera regla sería la de la hospitalidad: quien enuncia la hospitalidad anuncia el paso del «hostis» (enemigo) a «hospes» (huésped); habla de una «casa» que, como proclamó Léon Blum en su gran discurso de noviembre de 1936 a propósito de los refugiados alemanes que huían del nazismo, debe, aunque «ya esté llena», hacer sitio a los que «llaman a su puerta». Y así se define un espacio ya estructurado por normas, leyes, costumbres y una historia, pero donde el extranjero, si se ajusta a ellas, es, por principios, bienvenido.

Y puesto que el derecho, aunque sea «cosmopolítico», no pretende sustituir a la política, esta exigencia de solidaridad y responsabilidad solo puede aplicarse de manera eficaz si también se actúa antes de que se produzca la tragedia. Una abrumadora mayoría de los refugiados vomitados por Erdogan y que llegan a Kos, Lesbos o Lampedusa proceden de Siria: ¿No nos habríamos ahorrado el estado de emergencia que se vive actualmente si, ya en 2011, hubiéramos apoyado a las poblaciones civiles que ametralló, bombardeó y gaseó Bashar al-Assad?

Una gran parte de los migrantes huyen no de la guerra, sino de la insoportable miseria que asola zonas enteras del África subsahariana: ¿Acaso no puede hacer nada el capitalismo actual ante este estado de angustia? ¿Acaso una redistribución más justa de la riqueza mundial no sería un buen incentivo para poblar toda la tierra sin que la gente tuviera que migrar, en masa, a ese pequeño cabo de Asia que es Europa? Esas son las preguntas, pero las respuestas no pueden demorarse más.