Es raro. De la última primera plana del periódico satírico Siné Mensuel he dicho que me parecía asquerosa. La caricatura de Macron, representado como una suerte de vampiro que se alimenta del dinero de los franceses, me había recordado a las de la
prensa de la extrema derecha de los años 30.

Por ser más precisos, en esa imagen veía el mismo estilo de esa clase de nihilismo pretendidamente anarquista que, como ya está claro a estas alturas, sabemos que preferiría, llegado el momento, a un Le Pen cualquiera que a un candidato republicano, sobre todo si este es el presidente saliente.

Considerando que Siné Mensuel ya no es que sea una escisión del Charlie Hebdo, sino que constituye su reverso abyecto y abúlico, no pude evitar pensar en Philippe Val, quien antaño tuvo las agallas de perseguir al fundador de esta publicación tan miserable. Pero en ningún momento he pronunciado la palabra antisemitismo.

Velando por el correcto uso de los significantes y, en particular, de ese, y siendo un buen conocedor, además, de la historia del fascismo francés para saber que una gaceta tan detestable como la tremendamente antiparlamentaria, antirrepublicana y
antidemocrática Je suis partout tardó un tiempo en cruzar la última línea roja y convertirse en la antorcha de la delación antijudía que fue a partir del 6 de febrero de 1934, hablé, efectivamente, de Je suis partout, pero no de antisemitismo.

¿De dónde viene entonces todo el revuelo de los interesados, redactores, lectores, defensores, unidos en un solo grito, montados a caballo y pontificando in extenso desde sus blogs y cuentas de Twitter, jurando y perjurando que “¡Siné Mensuel no es antisemita!”, “¡Siné Mensuel no es antisemita!”?

Considerando que Siné Mensuel ya no es que sea una escisión del Charlie Hebdo, sino que constituye su reverso abyecto y abúlico

Fabien Azoulay es judío. Es gay. Es francés. Era un turista, como muchos otros, que fue a Turquía hace cuatro años para tomarse unas vacaciones y ponerse implantes capilares. Tras cometer el error de pedir en su hotel que le trajeran un fármaco que desconocía que había dejado de venderse sin receta unos meses atrás, fue detenido y condenado a 16 años de prisión.

Así, encerrado en una cárcel, se marchita en su celda, a 800 kilómetros de Estambul, lejos de los suyos, aislado, torturado, a merced del resto de presos, que, por lo visto, se han cebado con él en términos de humillación. Para los amigos de los derechos humanos a quienes llega —¡cuatro años después— el eco de ese irracional calvario y que repite, en la vida real, la historia de El expreso de medianoche, se plantea el eterno dilema.

¿Este hombre que pide ayuda es una prueba o un escándalo? ¿Un ejemplo o una excepción? ¿Hay que decir: “Mirad, está todo dicho, es una estampa más, para quienes aún albergaban alguna duda, de la naturaleza liberticida del régimen de Erdogan tras la transformación de Santa Sofía en una mezquita, la humillación de la señora Von der Leyen —relegada a un segundo plano en una visita oficial—, la masacre de los kurdos sirios, etc., es un nuevo episodio, particularmente elocuente, de la guerra que la Turquía neootomana lleva tiempo librando contra las democracias y a la que hay que responder, por nuestra parte, también sin concesiones ni misericordia”?

¿O bien, al contrario: “Saquemos a Fabien Azoulay de este juego, apelemos a lo que le queda de humanidad o, simplemente, de racionalidad, en la cabeza de Erdogan, sobre quien fingimos que no sería hostil a la idea de normalizar, un poco, sus relaciones con Francia y aprovechemos, de paso, para sacar a un inocente, aunque sea solo a uno, de los engranajes que están a punto de triturarlo”? Me decantaría por la segunda opción. Turquía tiene un nuevo embajador en París.

Dicen que es “joven” y “abierto”, un viejo condiscípulo del presidente Macron de la Escuela Nacional de Administración. Hay muchos defensores de Azoulay predispuestos, si el embajador también lo está, a defender su causa.

Hay muchos defensores de Azoulay predispuestos, si el embajador también lo está, a defender su causa

Todos los escritores tienen una cosa muy clara: hay vivos de verdad y vivos de mentira. Los contemporáneos en términos temporales y los contemporáneos en términos de espíritu, que están mucho más presentes. Tenemos vecinos de circunstancias y de destino que se nos antojan tan lejanos como si hubiesen cumplido mil años y tenemos a hermanos del alma que vivieron hace cien años, pero que nos parecen, no obstante, compañeros de equipo más serios y preciosos. Eso nos sucede con François Sureau y con lo que nos revela hoy, en un libro publicado en Gallimard, su “vida con Apollinaire”. Nos imaginamos al autor en Bosnia.

En Kabul o en África Central, con su antiguo regimiento de la Legión Extranjera. En París, luchando contra una ley liberticida o murmurando al oído de un presidente. Con Lou, en una habitación de la Villa Baratier. Busca a su genial embustero, capaz de plantarle cara al extravagante Dufayet. Reza por la Academia y por la desaparición de la puntuación.

Camina por terrenos pantanosos, a pie o caballo, por el barro de una trinchera que ya no es la de Metkovic, cerca de Mostar, sino la de Beaumont-sur-Vesle, entre Reims y Verdún, donde se bebe vinacho Sidi Brahim, congelado por las heladas.

Sigue, porque el relato sigue la actualidad del momento, el avance de las tropas de Pancho Villa en Chihuahua y de los montenegrinos en Scutari. Llora la muerte no del duque de Edimburgo, sino del emperador Menelik, rey de Choa, a quien Rimbaud le conseguía armas. Se hubiese defendido bien si se hubiera visto implicado en el juicio de los supervivientes de la banda de Bonnot.

Y, tumbado de espaldas, asfixiado, velado solamente por Max Jacob y Cocteau, después de haber visto a Rostand, a Kafka y a Egon Schiele aplastados, junto con decenas de miles de personas, por el mismo virus desconocido, espera, esta vez y, si se me permite decirlo, en este segundo intento, escapar de la epidemia. Embrujado por la literatura, poseído, dudando entre el amanecer y el atardecer, envuelto en una luz crepuscular pero fresca, erudito y familiar, erudito y poético, este libro es una pequeña maravilla.