El horror.

La ciudad de Matisse y Román Gary.

De la bahía de los Ángeles y del gran Garibaldi.

La hermosa ciudad de Niza que firmó un pacto secular con la libertad, con el invento más sublime de Francia.

Esta ciudad, que ya había sido mártir antes, de nuevo sufre el martirio.

¡Qué martirio!

Una señora y su discreta aventura matutina con Dios…

Vincent, el sacristán, colocando en silencio los cirios y preparando el ritual de la misa…

Simone, a la que sorprendieron de camino a otra parte, a la que le quedaban tantas cosas por hacer…

Catedral de Niza.

Catedral de Niza. Reuters

Como el padre Hamel de Saint-Étienne-du-Rouvray, como Samuel Paty, como tantos otros, cristianos, judíos o musulmanes que, desde hace años, son los corderos sacrificados de una fe que se ha vuelto loca, las últimas palabras que oyeron estas víctimas fueron los gritos de guerra en nombre de la grandeza de Dios, contra la humilde nobleza del ser humano…

Es cierto que Recep Tayyip Erdogan ha marcado distancias.

Pero no el antiguo primer ministro malayo Mahathir Mohamad, que afirmó en Twitter que “los musulmanes” tienen “el derecho de estar encolerizados” y de “matar a millones de franceses”.

La voz de Erdogan, la del nuevo califa otomano, hermano musulmán que se cree Padre de la Uma y que ya ha lanzado su fatua contra Francia, bien que se ha cuidado unas horas antes, en Vienne (Isère) de condenar a los escuadrones de la muerte que han intentado pogromizar a los armenios.

Esto no hay que perderlo de vista.

Hay que repetir incansablemente que, en Francia, hay menos lobos solitarios que lobos grises, los paramilitares turcos autores de la expedición punitiva de Vienne.

Hay que decir alto y claro: a fuerza de parlotear sobre el terrorismo low cost, generalmente “endógeno” y fruto de una “radicalización relámpago”, a fuerza de análisis sobre una violencia desterritorializada, poswesfaliana y cuya verdadera clave de lectura habrá que buscarla en la “teoría del partisano” de Carl Schmitt, al final nos olvidamos de que también existe esa otra violencia, la de los verdaderos padrinos estatales que inspiran y mueven los hilos de sus sicarios-marioneta.

A fuerza de parlotear sobre terrorismo 'low cost', nos olvidamos de que también existe otra violencia, la de los verdaderos padrinos estatales que inspiran y mueven los hilos de sus sicarios-marioneta.

De esta manera, en este combate de larga duración contra un islam radical que le ha declarado la guerra a la civilización y al derecho, hay que ser implacable con quienes sostienen el cuchillo, pero tampoco hay que olvidarse de los artificieros, de los incendiarios de almas, de los pirómanos que controlan a distancia a los asesinos.

Es justo lo que ha hecho el presidente Emmanuel Macron.

No cede ante nada, ni ante la Turquía, ni ante Estados bandidos, como Pakistán. Por eso mismo hay que apoyarlo con fuerza y esforzarse, cada uno con lo que pueda, para confinar ese mal que carcome no solo el corazón de Francia, sino el de Occidente y de todo el mundo.

Por tanto, como se empezó a oír aquel oscuro jueves, ¿es momento de radicalizar la lucha contra los radicales?

¿Va demasiado lenta la ley? ¿Exige esta guerra que se le ha declarado al mundo una respuesta más expeditiva? ¿Ha llegado el momento de una unión nacional alrededor de una justicia de excepción que reinvente algún tipo de ley del Talión?

Ahí está la tentación, se empieza a sentir.

Es justo lo que ha hecho el presidente Emmanuel Macron. No cede ante nada, ni ante la Turquía, ni ante Estados bandidos, como Pakistán. Por eso mismo hay que apoyarlo con fuerza

La docilidad con la que hemos claudicado, en nombre de la lucha contra el virus, y hemos suspendido nuestras libertades no puede, dicho sea ya de paso, más que envalentonar a los defensores de esta línea.

Pero esa opción es igualmente funesta, por tres razones.

1. Es ignara: la ley del Talión ni por asomo es el nombre de una venganza histérica y sin límites, es la de una justicia medida, proporcionada y que sopesa con precisión el valor del daño infligido y el de la reparación.

2. Es inútil: los defensores de una justicia preventiva que se sacude los derechos de la paz y pone en marcha el delito desde la intención de cometerlo deberían leer la edificante literatura que acompañó, en 1998, en Estados Unidos, a la rehabilitación de Fred Korematsu, el jurista coraje que llevaba medio siglo denunciando el internamiento de oficio, en 1944, de los estadounidenses de origen japonés, considerados en el momento traidores en potencia.

3. Es contraproductiva: en tiempos de guerra, ¿acaso la norma no es aislar al enemigo? ¿Cortar su conexión con la retaguardia? Por tanto, cuando lanzamos el oprobio sobre todos los chechenos que pueden optar al derecho de asilo o sobre el conjunto de náufragos de Lampedusa, ¿acaso no caemos en la trampa que nos tienden Erdogan y los suyos?

La lucha contra el “fascislamismo” sobre la que llevo teorizando desde 1994, desde La pureza peligrosa, supone un trabajo crítico que evalúa la vertiente, en este conglomerado teológico y político, que eleva al islam y la que remite al fascismo.

Proteger el derecho a la caricatura y a la blasfemia, defender la historia de la insolencia francesa que comienza con Villon, Marot, Molière, Béranger, que sigue con los cancioneros y que llega hasta Charlie Hebdo no impide que respetemos el islam.

Aprendí ese respeto trabajando codo con codo con Masud; con los sarajevenses laicos, adeptos de un islam de las luces; con los marroquíes que recuerdan al sultán que salvó a los judíos y que están en primera línea del combate antiterrorista; lo aprendí, en el Kurdistán, en presencia de los eruditos de la religión que me recordaron que el Corán es un texto que viene de la inspiración y cuyo aliento forma parte de la economía de la Redención.

En verdad, no tenemos elección.

Es eso o la guerra del todos contra todos.

Es la resistencia de la razón y del intercambio de opiniones, o la caída por el abismo. Es la competencia, en la vida, entre las obras cristianas, judías, musulmanas y ateas o el choque, en el reino de la muerte, de dos Leviatanes, de miles de millones de personas: una pérdida de la que el mundo no se recuperaría jamás.