Es una película seria. Me dicen que los dueños de las salas de cine que están intimidados por su potencia trágica.

He visto Soeurs d’armes [Hermanas de armas] de Caroline Fourest. Y quiero decirles a los lectores de mi columna que hacía mucho tiempo que no sentía tantas emociones ante una película de este tipo.

Es la historia de un batallón de mujeres en la guerra contra el DAESH en un territorio que no se nombra nunca, pero que, visiblemente, es una mezcla del Kurdistán iraquí y sirio.

Un fotograma de la película 'Hermanas de armas'.

Son kurdas. O yazidíes. O francesas, italianas, estadounidenses.

En realidad, es una brigada internacional de voluntarias entregadas, como la España del 1936, a luchar contra un fascismo que hoy tiene el rostro del islamismo. 

Un día, liberan un pueblo. Otro, vuelan para socorrer a una columna de refugiados al otro lado de la línea del frente. Otro, una francotiradora incapacita a un yihadista al que detienen en un puesto de control con un cargamento de mujeres que iba a vender como ganado en el mercado de esclavas de Mosul. Otro día, una batalla de camionetas, digna de un western de Howard Hawks, que las enfrenta a una brigada del Estado Islámico apoyada por uno de sus camiones suicidas, lanzados a toda velocidad, llenos de explosivos y blindados como fortalezas rodantes, que aterrorizan a las peshmergas.

Y al día siguiente, entramos en un pueblo aparentemente desierto donde cada casa es una trampa, donde cada guijarro, cada juguete, a veces incluso cada Corán abandonado puede esconder una bomba y donde, de repente, se produce una batalla terrorífica, calle a calle, cuerpo a cuerpo, una tormenta de acero y sangre, que recuerda a las mejores escenas de En tierra hostil de Kathryn Bigelow.

Resulta que conozco algunos de los lugares donde transcurre la acción. Yo mismo, en Irak, he filmado a guerreras parecidas a estas que aterrorizaban a los yihadistas, que son mejores terroristas que combatientes, valientes cuando había que decapitar a un rehén arrodillado, pero mucho menos temerarios cuando tenían delante a una mujer de este temple.

Y también filmé, en Mosul, ese distrito de Al-Zohour —a menos que sea Gogjali... O Qadisiya...— donde se supone que la protagonista, que vio cómo asesinaban a su padre y luego se llevaban al resto de su familia al cautiverio, es detenida, violada y torturada metódicamente antes de poder escapar.

Me pasé las dos horas de proyección temblando, como si estuviera allí, por esas soldados tan hermosas, tan valientes

Pues bien, la verdad de estas escenas me ha dejado estupefacto. Pensé que había vuelto a esa colina, sobre Bashiqa, donde una joven combatiente, que recibió un balazo en el corazón frente a nuestra cámara, parecía la hermana de las heroínas de Caroline Fourest.

Me pasé las dos horas de proyección temblando, como si estuviera allí, por esas soldados tan hermosas, tan valientes y, a veces, tan graciosas, que saben que los idiotas a los que se enfrentan están convencidos de que ser asesinados por una mujer les niega la entrada al paraíso y a sus 72 vírgenes. Sin embargo, también saben (y ahí la película alcanza un punto de tensión casi insoportable) que siempre hay que tener un último cartucho, o una última granada, en caso de que el enemigo sea más fuerte...

Cabe precisar que la película es formalmente hermosísima. Está encuadrada, iluminada, montada e interpretada de manera admirable. Respetando todos los códigos del género, es un filme bélico como pocos filmados por una mujer.

Añado que hay dos acontecimientos recientes que, por desgracia, le otorgan una actualidad y un relieve adicionales. El hecho de que la hidra del DAESH levante cabeza, no solo en el territorio de su antiguo califato, sino también aquí, en Francia, donde sus fanáticos son capaces de golpear incluso dentro de lo más sagrado de la prefectura de policía de París. Y luego, anunciado en el mismo momento en que escribo estas líneas, la última y sorprendente claudicación de Trump en el norte de Siria; el "buen provecho, señores", lleno de un cinismo y una cobardía monstruosos, de los Estados Unidos a los secuaces de Erdogan, con el que les permiten tomar lo que queda del Kurdistán sirio.

En resumen, este anschluss otomano bendecido por esa misma gente, occidentales o, en cualquier caso, estadounidenses, para quienes los kurdos fueron, y siguen siendo, los aliados más fuertes en la guerra contra la barbarie del DAESH.

Ahí está el mayor error de Trump. Justo ese es el que le valdrá, si no el impeachment, las mazmorras de la Historia. Que el resto del mundo se dé cuenta de su crimen antes de que sea demasiado tarde. Que Europa y, en particular, Francia, alerte a la comunidad internacional por semejante crimen de infidelidad tanto a ella y como a los nuestros.

Les debemos a los kurdos la sangre derramada en Kobane, Raqqa, Bajdida o Kirkuk.

Somos los guardianes de esas hermanas y hermanos de armas, que, en las horas más oscuras, montaron guardia por nosotros y para nosotros. Esa es otra razón —hoy en París, mañana en Nueva York—, para sumergirnos en esta noble historia de honor y valor que, por desgracia, nada tiene de ficción.