Un hombre conduciendo un bicitaxi en una calle de La Habana.

Un hombre conduciendo un bicitaxi en una calle de La Habana. Getty Images

Mundo El cambio que no llega

“En Cuba, querer ser taxista es tener delirios de grandeza”

Pese al momento histórico que vive la isla, con el deshielo de las relaciones con EEUU, la metamorfosis del país es sólo una promesa.

12 junio, 2016 03:03
La Habana

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Cuando Estados Unidos reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba y, sobre todo, cuando Barack Obama visitó La Habana en marzo, se acrecentó el ansia de un cambio que lleva anunciándose y dando pequeños pasos desde hace seis años, con la excarcelación de los presos políticos del Grupo de los 75 entre 2010 y 2011.

La  urgencia por visitar Cuba aumentó en algunos extranjeros, como si se agotara la oportunidad de vivirla con esa autenticidad, romántica para los turistas y desesperante para los opositores cubanos, de ver sus Cadillacs y Chevrolets de los años cincuenta, de experimentar esa sensación de estar parado en el tiempo.

Hay turistas en cada esquina, grandes hoteles en construcción y se hace raro encontrar una Coca-Cola al lado de la tradicional Tu Kola, el refresco cubano que ha sustituido al estadounidense durante años. Existen tiendas de grandes marcas deportivas en La Habana Vieja y el malecón ya no es sólo ese paseo interminable al lado del mar, donde uno se sienta para ver el tiempo pasar mientras los niños juegan al béisbol. Ahora los niños juegan al fútbol y llevan camisetas del Real Madrid. Y hay tres o cuatro restaurantes al otro lado de la carretera llenos de turistas.

El malecón de La Habana.

El malecón de La Habana. Getty Images

Pero, aún así, cuando uno pisa La Habana se da cuenta de que todo parece mucho más rápido desde fuera. Allí, el tiempo sigue pasando a otro ritmo y el cambio será lento. “Puede que llegue a tiempo para mis hijos pero para mí, con 38 años, ya vendrá tarde”, dice Luis, uno de los taxistas con los que me desplacé en la isla. Como muchos cubanos tiene un hermano en EEUU. Si todo sale bien, en dos años estará allí también. “Me ha mandado la carta de invitación y estoy esperando el visado. El proceso suele durar un par de años”.

“No hay cambios de fondo”

“La generación de mis padres sólo veía lo bueno de la revolución, mi generación ve lo bueno y lo malo, pero la de mis hijos, ya sólo ve lo malo”, cuenta María, una profesora de 62 años. “Hay mucha desesperanza, mucho desaliento, sobre todo en los jóvenes, que no ven una luz al final del túnel. Parecía que el acercamiento con EEUU iba a acelerar las cosas pero la gente ya se ha dado cuenta de que no hay cambios de fondo, es todo maquillaje, para que el mundo crea que el país se está abriendo. La gente está harta ya”, denuncia el líder de la disidencia cubana, Guillermo Fariñas, en conversación con EL ESPAÑOL durante su visita esta semana a Madrid, junto a otros disidentes venidos de la isla.

Hace demasiado tiempo que escuchan que el cambio llegará pero necesitan que sea real, que sea ya. “La revolución fue muy importante en su día”, dice María, “pero no se supo actualizar y el país se quedó atrás”.

Poco a poco, el fútbol sustituye al béisbol en las calles de Cuba.

Poco a poco, el fútbol sustituye al béisbol en las calles de Cuba. Getty Images

María habla con decepción. Fue parte de la juventud comunista, creyó en la revolución con fervor pero los años le han hecho perder la ilusión. “Cuando terminaron con la propiedad privada, por ejemplo, yo estaba de acuerdo, el fin de la explotación del hombre por el hombre y todo eso. Los eslóganes de la revolución, pero luego…”, recuerda con una sonrisa. “Tenemos sanidad y educación gratuita, es cierto. Pero con lo que nos han dejado de pagar todos estos años, ya he pagado yo mi carrera y la de mis hijos”.

María cobra cerca de 30 euros al mes, el mismo precio por el que alquila, cada noche, una habitación en su casa a turistas. “Es la pirámide invertida. Cualquier persona con carrera prefiere hacer un trabajo no cualificado, con el que tenga contacto con los turistas y acceso a la divisa porque, si no, se muere de hambre”, explica Ariel, propietario de un paladar en Santiago de Cuba.

Doble moneda y doble moral

Desde 1994 Cuba tiene una doble moneda: el peso cubano (CUP, utilizado por los locales) y el peso convertible (CUC, utilizado por los turistas). Cada peso convertible equivale a un dólar o a 24 pesos cubanos. Desde entonces, la población cobra sus salarios y paga los productos básicos en CUP mientras que los productos importados y los servicios como el turismo se abonan en CUC.

Cualquier persona con carrera prefiere hacer un trabajo no cualificado, con el que tenga contacto acceso a la divisa porque, si no, se muere de hambre

“Con mi sueldo no llego a fin de mes, es el negocio de la renta el que me permite salir adelante”, cuenta María. “Aquí decimos que tener delirio de grandeza es querer ser taxista, o maletero de un hotel, porque te permite tener acceso al CUC”, dice Ariel con una carcajada. “Los salarios son muy bajos, el nivel adquisitivo de los cubanos es terrible. El Gobierno se sigue quedando con el 95% del sueldo de cada trabajador y la gente está pasando mucha necesidad. Da igual que se acabe con la doble moneda [como sugirió Raúl Castro varias veces], da igual en que te lo paguen, con tal de que las personas reciban un sueldo acorde con el trabajo que hacen y con sus necesidades. Eso es lo importante”, explica Fariñas.

Cada dos por tres, se corre la voz de que el CUC se va a acabar, o que lo van a devaluar a 18 pesos cubanos. Entonces, las cadecas (las casas de cambio del país) se llenan de gente que intenta deshacerse de la divisa y cambiar dinero se vuelve una odisea. Las colas se hacen antes incluso de que abra la oficina y uno puede tardar más de dos horas en conseguirlo. “La gente tiene miedo de quedarse con una moneda que ya no sirve, o de perder dinero en el cambio”, me cuenta un señor mientras espero mi turno en la cadeca de Viñales.

Los carteles de la revolución cubana siguen presentes en las calles de la capital.

Los carteles de la revolución cubana siguen presentes en las calles de la capital. Reuters

El pequeño pueblito que hace cuatro años, cuando visité Cuba por primera vez, apenas tenía turistas, ha experimentado un aluvión de viajeros. Las excursiones se agotan en pocas horas, hay decenas de puestos de venta de artesanías y recuerdos y todas las casas anuncian el alquiler de habitaciones. “En enero hubo gente durmiendo en la plaza del pueblo porque ya no había ni una habitación disponible”, dice el mismo señor.

Uno de los principales cambios que ocurrieron tras la llegada de Raúl al poder en 2008 fue la autorización de estos pequeños negocios por parte de los cubanos, como el alquiler de habitaciones en sus casas o los paladares, pequeños restaurantes de comida tradicional. Aun así, los primeros empezaron por ser ilegales, porque no tenían ganancias suficientes como para pagar la tasa anual exigida por el Gobierno. María es una de ellas. “Cuando empecé no tenía licencia. Pero las prohibiciones son tantas que la gente se ha acostumbrado a vivir con una doble moral: decir una cosa y hacer otra”.

Prohibido tener Internet en casa

En un país donde tener Internet en casa sigue siendo un delito, sorprende lo pegados a la actualidad que están todos. Hablan de España, preguntan por las elecciones, quieren saber cómo está el país. La clave está en el “paquete”, un USB distribuido por estraperlo, “por la izquierda”, como dicen ellos. Contiene películas, diarios de información online, telediarios, series y programas de América Latina, Miami, España y medios independientes cubanos.

Tratan de que el cubano sepa lo menos posible lo que está pasando en el mundo

“Por un CUC tenemos acceso a lo que ha pasado la semana anterior. Lo vemos con retraso, pero bueno”, se ríe Ariel. “Yo voy juntando de aquí y de allí y más o menos saco mis propias conclusiones, porque si uno se queda sólo con los medios cubanos es imposible. ¡Es todo el día lo mismo!”.

En el Parque Fe de Valle, en La Habana, hay decenas de personas pegadas a sus teléfonos móviles, alguna con un portátil. La mayoría hace videollamadas con sus familiares en el extranjero. Otros simplemente navegan por la Red. “Tenemos wifi, es una mejora, pero es denigrante. Que la gente tenga que estar allí, sentada en las aceras, para hacer algo que en los demás países es normal y se puede tener en casa, es indecente”, se indigna María.

En los puntos wifi de La Habana, se concentran decenas de personas.

En los puntos wifi de La Habana, se concentran decenas de personas. EFE

El acceso se hace con tarjetas de ECTESA, la empresa nacional de telecomunicaciones, en uno de los 50 puntos con wifi de la capital. Una hora cuesta 50 pesos cubanos, en un país donde el sueldo medio es de 584 pesos (según datos de 2014). Demasiado caro para la mayoría. “Obama dijo que con traer el cable de Florida, en una semana toda la isla estaría conectada. Pero no, aquí todo tiene que ser con cuentagotas. El Gobierno no quiere que la población tenga acceso libre ”, acusa Ariel. “Es muy caro, la conexión es mala pero es lo que le interesa al régimen. El control social se basa en la desinformación, tratan de que el cubano sepa lo menos posible lo que está pasando en el mundo”, añade Fariñas.

“Si matas una vaca es casi peor que matar a una persona”

“Aquí, si hablas, a la cárcel. Si tienes internet, igual. Tengo un tío cumpliendo seis años de pena por tener internet en casa”, dice Roberto, uno de los taxistas con los que viajé en la isla. Ese es el significado de la falta de libertad de expresión e información -constatado también en el informe anual de Reporteros Sin Fronteras- en el día a día isleño. Por eso, en este reportaje, no se identifica a casi nadie más que por su nombre de pila.

“En Cuba, para ser culpable no hay que demostrar nada. Si el Gobierno lo dice [que eres culpable], lo eres. ¿Cambio? Tardará mucho más tiempo de lo que se cree”, sentencia Fariñas, que en 2010 realizó tal huelga de hambre para pedir la liberación de los presos políticos, que puso en peligro su vida.

Recibo más como taxista, vivir de mi profesión aquí es una utopía

Roberto tiene 35 años y una carrera de ingeniería informática que nunca le ha servido para trabajar. “¿Para qué? Recibo más como taxista, vivir de mi profesión aquí es una utopía”. Conduce un Pontiac blanco y rojo de los años cincuenta que, del original, sólo conserva la carrocería: “Por dentro es todo Toyota. Son muy antiguos y las piezas muy difíciles de encontrar, así que remplazamos todo lo que podemos para que sigan funcionando y los podamos reparar”.

A esto se han acostumbrado los cubanos: a “resolver”, como siempre dicen ellos, a sacar de donde no hay, a conseguir “por la izquierda” lo que no pueden tener de manera legal. Sea el “paquete” informativo… o la carne de res. “Aquí, si matas una vaca es casi peor que matar a una persona”, cuenta Roberto. “Hace meses que no la veo a la venta y, la última vez, costaba casi 25 CUC el kilo”, recuerda María.

En la libreta de racionamiento que aún tiene cada persona y que determina qué productos puede comprar con pesos cubanos, de manera subsidiada por Estado, no viene la carne de res. De carne, sólo el pollo: una libra al mes (menos de medio kilo) para cada uno. “Esto es a lo que tenemos derecho”, dice María, enseñando un cuarto de pollo que acaba de comprar. “Y ahora por lo menos podemos comprar más cosas con los CUC, aunque sean caras. Hace años, ni eso”, cuenta.

La libreta de racionamiento no incluye la carne de res.

La libreta de racionamiento no incluye la carne de res. Getty Images

Según las últimas estadísticas oficiales, de 2014, existen poco más de cuatro millones de reses en Cuba. Con la escasez de ganado, llegó la prohibición de comer ese tipo de carne. Casi todas pertenecen al Estado e incluso las pocas que son de propiedad privada no se pueden sacrificar sin permiso estatal. El código penal cubano castiga el sacrificio ilegal de ganado y la comercialización de su carne con sanciones de cuatro a diez años de cárcel. De hecho, en 2015, cuando el papa Francisco visitó Cuba y fueron indultados más de 3.500 presos, se excluyeron de la amnistía a los castigados por este delito, junto con los sancionados por asesinato, violación, pederastia, entre otros.

Prohibida la entrada a los cubanos

Cuando Raúl accedió al poder en 2008, algunas de las prohibiciones del país empezaron a eliminarse. A partir de entonces, por ejemplo, los cubanos fueron autorizados a entrar en los hoteles de la isla y a veranear en los sitios antes destinados a turistas. Aún así, la nueva ley no se cumplía del todo y, en 2012, la primera vez que visité Cuba, el funcionario de un hotel de Varadero informaba con orgullo que allí no había cubanos. Cuatro años después, siguen existiendo algunas zonas en el país vetadas a sus propios ciudadanos.

Hay gente que nunca ha visto un celular, que no tiene electricidad en casa, que no sabe lo que es beber agua fría porque no tiene refrigerador.

Cayo Levisa, una isla a pocos kilómetros del Valle de Viñales, es una de ellas. Al cayo se accede a través de una pequeña embarcación que tarda una media hora en hacer el recorrido. “Allí no nos dejan entrar”, cuenta Eduardo, el taxista que me lleva al embarcadero. “Está justo delante de Florida y el Gobierno tiene miedo de que secuestremos el barco y nos fuguemos”, dice con sorna. “No tiene ningún sentido, nunca llevan gasolina para llegar tan lejos y además, aquí no hay armas, no hay nada. ¿Tú te crees que alguien se va a meter a secuestrar un barco? Es ridículo”, opina.

“Me duele sentir que me cortan las piernas”

Hay un sentimiento de indignación resignada que los cubanos llevan enraizado hace muchos años. Más de 50 años de represión hicieron mella en sus aspiraciones y les cuesta creer que algún día la “dinastía” Castro llegue a su fin. “Ellos no pueden estar en el poder para siempre, pero a ver a quién ponen luego”, es más o menos la respuesta de todos, como si hablar de unas elecciones democráticas fuera ciencia ficción.

Cuba es bueno para vosotros, los que venís de viaje, pero ¿vivir aquí? No

Se han acostumbrado a vivir así: siempre esperando a que algo mejore. “Cuba es bien difícil, bien difícil”, repite Roberto, sentado al volante de su Pontiac. “Hay gente que nunca ha visto un celular [móvil], que no tiene electricidad en casa, que no sabe lo que es beber agua fría porque no tiene refrigerador. ¿Tú crees que se puede vivir así?”, me pregunta.

Hay menos miedo que hace unos años, o más hartazgo, quizás. La gente tiene menos pudor para hablar pero permanece esa sensación de inercia, como si nada se pudiera hacer aparte de esperar. “El terror ha paralizado a la sociedad muchos años, pero yo creo que si el Gobierno no hace concesiones, puede darse un estallido social. EEUU está pensando en acabar con la Ley de Ajuste Cubano y, si eso pasa, los jóvenes no tendrán la posibilidad de irse y tendrán que resolver el problema dentro de Cuba”, dice Fariñas.

Los coches clásicos de los años cincuenta siguen en las calles de Santiago de Cuba.

Los coches clásicos de los años cincuenta siguen en las calles de Santiago de Cuba. Getty Images

La Ley de Ajuste Cubano les da el privilegio de conseguir la residencia permanente un año después de llegar a EEUU siempre y cuando pasen 366 días sin salir del país. Con la aproximación de los dos países, son muchos los que temen perder ese tratamiento preferente. “Yo quiero irme allá a trabajar. Todos queremos irnos a EEUU. Pero nunca pagaría 10.000 dólares para tirarme al mar en una balsa como muchos hicieron. Yo, o me voy en el tubo de acero [avión], o me quedo”, cuenta Roberto. “Soy hijo único y mi mamá sólo llora, pero yo le digo que tiene que ser ahora, antes de que quiten la ley y nos quedemos sin opciones”, sigue. “Cuba es bueno para vosotros, los que venís de viaje, pero ¿vivir aquí? No”.

No reniegan de su país. Reniegan de un sistema que no les deja crecer. “Lo que me duele es sentir que me cortan las piernas, que no soy más porque no me dejan. Por eso me voy”, sentencia Luis. En realidad, ninguno quiere irse. Quienes lo hacen es porque sienten que no les queda otra opción. “Yo nunca me iría de mi país si sintiera que aquí puedo tener un futuro. ¡Nunca!”, dice Roberto. Pero, por ahora, Cuba es un país en suspenso, con los ojos puestos en un cambio que tarda en llegar. “Y yo”, concluye Roberto, “yo no puedo esperar más”.