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Mohamed Ahmed deja cada mañana su casa en Jersey City (New Jersey), toma el tren subterráneo hasta el World Trade Center, en Manhattan, y camina unas manzanas hasta una cochera donde descansan varios carritos de comida. Allí toma el suyo, enciende el pequeño motor eléctrico y lo lleva hasta la esquina entre Wall Street y Broadway, justo al lado del epicentro financiero global.

El artículo estrella del carrito de Ahmed (38 años) son los perritos calientes, ese icono de la comida americana presentado estos días como cancerígeno por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

“El negocio está bajo, bajo”, se queja detrás de su carrito plateado, cubierto con imágenes de perritos con distintos condimentos. Delante tiene una pila de pretzels y una fila de bebidas gaseosas y botellas de agua que rodean las bandejas donde guarda las salchichas y los panes calientes.

Ahmed es un inmigrante egipcio y su mujer está embarazada de su cuarto hijo. Trabaja unas ocho horas al día. Algunas horas menos a medida que se acercan los meses de frío. En enero y febrero, dejará de vender en la calle y se dedicará a conducir una limusina.

Ahmed asegura que vende unos 75 perritos por día y que saca unos 3000 dólares en un buen mes. El dueño del carrito le paga el 30% de todo lo que saca.

El negocio no ha ido muy bien de un tiempo a esta parte. En los últimos días los ingresos “han caído a la mitad”. No está al tanto del informe de la OMS que ha vinculado el consumo de carnes procesadas como las salchichas o el tocino al cáncer intestinal.

Ofrece una sonrisa de preocupación cuando surge el tema. “¿Crees que es por eso?”, pregunta, en referencia a la caída de las ventas. “¿Qué voy a hacer? Tengo una familia que alimentar”, dice después un poco más preocupado pero sin dejar de sonreír.

El carrito de Ahmed.

El carrito de Ahmed. Maite Hernández

El perrito en cifras

En Estados Unidos se consumen unos 20.000 millones de perritos calientes anuales, según cifras del Consejo Nacional de la Salchicha y el Hot Dog. Eso supone que cada americano come 70 perritos al año.

Los Angeles y Nueva York son las ciudades donde más perritos calientes se consumen. La firma de Chicago IRI ha afirmado que las ventas están en declive, una tendencia dudosa que algunos expertos justifican por el declive en las tasas de natalidad, puesto que los perritos son muy populares entre los niños.

Es imposible ir a un estadio de béisbol sin ver a alguien comiendo un perrito caliente. En Coney Island, en Nathan’s, quizá la casa de perritos calientes más famosa del país, cada 4 de julio se celebra el concurso anual para ver quién puede comer más perritos. El récord lo tiene Joey Chestnut, un californiano de 31 años que hace dos años deglutió 69 en 10 minutos.

El estudio de la OMS ha asestado un golpe al corazón de una de las costumbres culinarias más típicas de Estados Unidos, donde un tercio de la población sufre de obesidad, según cifras del Gobierno federal. Pero algunos consumidores ni se han inmutado. A unas manzanas del carrito que atiende Mohamed y justo enfrente de Wall Street, Carl Mendel aprovecha un alto en su día laboral para acercarse a uno de los carritos que se encuentran en cada esquina del Bajo Manhattan.

“Tenía un antojo por comer uno. Me encantan. No sé por qué, siempre me han encantado. No conozco la historia, no sé de dónde vienen. Me gustan y no son caros”, comenta. Mendel no le da mucha importancia al informe de la OMS y dice que “otros expertos” han desestimado sus hallazgos.

Ahmed, que llegó a Estados Unidos hace 14 años, ejerce como cocinero pero también como guía turístico. Los turistas, dice, son su principal clientela. En invierno, el negocio va bien durante la época navideña, pero luego decae. El verano es la mejor parte del año y por eso extiende su horario de trabajo hasta casi las ocho de la noche.

Todos los días, al terminar la jornada, Ahmed limpia el carrito. Tira a la basura los pretzels y los panes que no se vendieron. “Tienen que estar frescos”, se justifica. ¿Y las salchichas? Suele hacer cálculos para que al final del día no le sobre ninguna. Las que no se han cocinado se guardan en frío. El dueño del carrito es quien se encarga de todos los suministros, que se guardan en la cochera, ubicada en Ann Street.

Ahmed ofrece un perrito.

Ahmed ofrece un perrito. Maite Hernández

El maltrato de la policía 

Es muy común encontrar a inmigrantes regentando carritos de comida. Alrededor del Parque Zuccotti y del World Trade Center, muchos de ellos hablan muy poco inglés. El suficiente para vender lo que haya que vender y ya. Ahmed deja en claro que vende perritos por dinero y se queja del trato que le da la Policía de Nueva York. Ponen multas por cualquier cosa, dice.

 “No me gusta, pero es dinero fácil. No es fácil encontrar trabajo aquí”, explica antes de cerrar la frase con un latiguillo americano: “No money, no honey”.

El carrito que atiende Ahmed está ubicado en Wall Street pero también ha trabajado en el centro de la ciudad y en el Upper West Side, al lado de Riverside Park. Cada carrito tiene un área asignada y la ciudad cuenta con un mapa en Internet donde se pueden localizar carritos de comida según el tipo de cocina que ofrecen.

José Hernández saborea un perrito.

José Hernández saborea un perrito. Maite Hernández

Sabores de Nueva York

Al puesto de Ahmed llega una familia italiana que viene de Foggia. El padre, Rafaelle Napolitano, de 46 años, se lanza sobre el carrito y pide un perrito en un inglés bien italiano. Da el primer bocado, dice que le gusta “más o menos”, y confiesa: “Es mi primer perrito”. Su mujer traduce y dice que prefiere la salchicha italiana.

“Es algo que tienes que probar cuando vienes a Nueva York”, dice Napolitano.

José Hernández, un puertorriqueño de 36 años que trabaja cerca del World Trade Center vendiendo boletos para visitar la Estatua de la Libertad, no se cree los hallazgos del informe de la OMS, que desató una furiosa crítica de la industria de la carne y cierto escepticismo en un sector de la comunidad científica. Hernández también ha aprovechado un alto en su trabajo para comer un perrito “con todo”: cebolla, ketchup y mostaza.

“Tenía hambre, vi el carro y pensé: ¡me como uno! A todo el mundo le gustan los perritos. No sé por qué, pero a la gente le gustan”, dice antes de dar el primer bocado.

Ahmed no es muy fanático de la comida que ofrece pero reconoce que sus hijos sí lo son. “Les encantan. Los comen con ketchup”, relata antes de confesar que prefiere los pretzels. Siempre con mostaza, calientes y picantes, más cercanos a los sabores intensos de su Egipto natal.