El autor presenta su quinta novela.
'La Protegida': Magas adelanta el primer capítulo del nuevo libro de Rafael Tarradas, a la venta el 27 de agosto
El escritor lanza, de la mano de Espasa, su última publicación, una historia que gira en torno a un grupo de mujeres en la Barcelona de finales del XIX.
La editorial Espasa publicará el próximo miércoles, día 27 de agosto, La Protegida, la quinta novela de Rafael Tarradas Bultó. El escritor y diseñador industrial, que en la actualidad se dedica al sector de la comunicación, presenta una publicación ambientada en la Barcelona de finales del siglo XIX donde relata la historia de "mujeres fuertes, decisiones difíciles y heridas que nunca cerraron".
Portada de la última novela de Rafael Tarradas Bultó.
Como protegida de una de las mujeres de la alta burguesía de Barcelona, Sara Alcover ha comenzado a trabajar en la colonia textil de la familia Bofarull.
Allí, su prodigiosa mirada y su incomparable talento la llevarán a liderar el departamento de diseño, donde parece haber encontrado su vocación.
Magas presenta en exclusiva el primer capítulo de esta fascinante novela.
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1
1875
A Sara Alcover nunca le resultó difícil volver sobre su primer recuerdo, quizás porque las imágenes impactantes, igual que los platos fuertes y las historias de miedo, son más difíciles de olvidar.
Por suerte, a los doce años las cosas afectan mucho, pero por poco tiempo, y, aunque lo que pasó aquel miércoles de marzo le hizo llorar y tener pesadillas un tiempo, si le marcó el resto de la vida fue solo porque se empeñó en que así fuera, desechando la tristeza y la amargura para cambiarla enseguida por la sed de justicia.
La que alimentaba su meticulosa venganza.
Siempre había sido una niña de carácter noble y nadie dudaba que fuera buena, sobre todo porque era de una lealtad inquebrantable. Desde pequeña aquella característica de su carácter era tan visible como sus ojos verdes, su pelo castaño y su cara redonda. Lo malo de su férrea lealtad era que también la había vuelto un poco rencorosa. Rara vez se enfadaba, pero, si se sentía traicionada, se le hacía muy difícil perdonar. Era una niña especial, una a la que no todos comprendían.
Aunque normalmente era locuaz y se divertía con los mismos juegos que los demás niños, también podía ser reflexiva y aislarse observando el paisaje más común, entornando los ojos, dibujando las formas de lo que tenía alrededor. Le gustaban las flores y a menudo paseaba hasta los campos cercanos para captar sus matices, tratando de plasmar con detalle el mundo vistoso ante sus ojos, mezclando los colores, esforzándose en recrear cada pequeña parte con fidelidad. María, su madre, fue la única que pronto entendió que Sara no veía igual que los demás.
Sara veía más. Allá donde los otros, niños y adultos, observaban un tono uniforme, ella distinguía muchos, describiéndolos con tanto detalle que nadie dudó que realmente los percibiera. María había hecho pruebas sencillas con su hija. Cogía un poco de pintura ocre y coloreaba un trozo de madera, luego mezclaba ese mismo tono con una minúscula gota de otro color y pintaba otro trozo de la madera, justo al lado. Para todos, el color de la madera era uniforme, pero Sara enseguida distinguía la diferencia y era capaz de identificar incluso el tono al que tendía la mezcla, el «otro» ocre.
Por desgracia, en la zona en la que vivía, el color más frecuente en los últimos años era el del descontento.
La fábrica de las afueras de Villanueva en la que trabajaba su padre llevaba doce semanas en huelga. Doce. No era la primera. Hacía cinco años habían protagonizado otra que se había extendido quince semanas.
Se levantaban en contra de los cambios de un negocio textil próspero, en el que los patronos habían decidido instaurar el sistema de producción a la inglesa, es decir, que cada trabajador de la fábrica manejara el doble de máquinas, lo que en definitiva suponía el doble de trabajo por el mismo sueldo. Las protestas se canalizaban a través de la Federación de las Tres Clases de Vapor, su sindicato, que todos conocían por sus siglas, TCV, y a la que los empresarios denostaban como al demonio.
Tenía representación en la mayoría de las fábricas textiles y luchaba por mejorar las condiciones de trabajo en el sector. Era la federación más importante, pero, a la postre, un niño contra un gigante, una suerte de David contra Goliat. Los empresarios estaban decididos a que ese niño nunca tuviera nada parecido a una onda en las manos.
La infructuosa negociación había acabado en la herramienta más eficaz que tenían: la huelga.
María, que trabajaba como profesora de los niños en la escuela de la fábrica, se había sumado al paro pese a odiar las huelgas con todas sus fuerzas. La madre de Sara había sufrido otras antes y estaba segura de que solo servían para que, durante días, hubiese menos que comer y tuvieran que vivir de la caridad de los vecinos. Rara vez conseguían algo y, cuando lo hacían, nunca compensaba el esfuerzo. En casa de los Alcover se habían acostumbrado a las épocas de racionamiento, pero no sabían que, aquella vez, tendrían que entregar mucho más que ojeras y algunos kilos de menos.
Sebastián Alcover era el jefe de zona de la TCV y por tanto una de las personas a las que se les había encomendado la tarea de negociar. Destacaba entre todos porque tenía hechuras de caballero y hablaba y escribía con perfecta corrección. El abuelo paterno de Sara había sido maestro de escuela y Sebastián, su mejor alumno. Era de los raros sindicalistas que no gritaba ni parecía estar siempre enfadado.
Los obreros le llamaban Sebastián «el Mantequilla» porque untaba las superficies secas y las hacía suaves y digeribles. No se percibía odio a los empresarios en sus discursos, todo lo contrario: con cada palabra, Sebastián pretendía que la relación entre las dos partes fuera fluida y amable. También justa para todos. Los empresarios habían arriesgado su fortuna y debían ganar dinero; los trabajadores debían poder trabajar con seguridad y a cambio de lo suficiente para llevar una vida digna. No había más. Sara había visto marchar a su padre, al tío de Lucas y otros tres jefes de sección a la reunión con los patronos.
Esperando a los que habían ido a negociar, en casa Alcover quedaron sus esposas, sus hijos y Lucas Puga, un huérfano al que cuidaba su tío. Sin madre y con la persona a su cargo siempre trabajando, el niño era una presencia habitual en aquellas estancias, además del mejor amigo de Sara. Los niños eran inseparables desde hacía años y aunque él tenía dos años menos que ella, nadie la entendía mejor. Tampoco había nadie que supiera más de Lucas que Sara.
Todos a su alrededor se habían acostumbrado a verlos siempre juntos; él, sucio, con su pelo oscuro despeinado, alguna herida y la sonrisa en sus ojos marrones; ella, esforzándose fallidamente por resultar femenina, dispuesta a hacer de pinche de cada una de las travesuras que Lucas cocinaba. Eran tan pobres como felices; es decir, muy ricos, al fin y al cabo.
Había anochecido cuando se escuchó los fusiles descargar una vez y luego otras dos. Primero de forma ordenada, con una gran descarga, y después con algunos tiros desacompasados. No fue mucho rato, quizás uno o dos minutos, pero el sonido era inconfundible incluso para los que nunca lo habían oído. Su madre y las otras mujeres quisieron salir en dirección a aquel estruendo que no auguraba nada bueno, pero su tío Marcos, un hermano de su madre, evitó que lo hicieran.
Después esperaron rezando.
A las cinco, su padre volvió a casa tumbado en la parte trasera de una vieja tartana tirada por una mula. Hombro con hombro, el tío de Lucas completaba la escena. Nadie evitó que los niños vieran sus cuerpos blancos, sus caras con las muecas de dolor congeladas y sus ropas horadadas a tiros. Tras ellos, otro carro portaba idéntica carga. Los cinco negociadores habían muerto.
Lo que sucedió en aquellas horas se convertiría en una nebulosa de la que a Sara le resultaría imposible salir; recordaba vagamente los llantos de los niños, los gritos de las mujeres y algo mejor a Lucas, sentado en una esquina, con la cara repleta de lágrimas silenciosas y los brazos cruzados, tan triste como enfadado, plenamente consciente de que ya no tenía a nadie de su sangre alrededor.
En medio de aquella confusión, la imagen de su padre muerto se le grabó en la cabeza para siempre. Sara sintió que el resto de su vida, sobrevolando cada paisaje, cada beso, cada atardecer, cada buena o mala noticia, vería aquello. También que no olvidaría las palabras que había escuchado al pegar la oreja a la puerta, las únicas que había sabido distinguir entre los lamentos, los pésames y las maldiciones. Las que cambiarían su existencia.
—Ella siempre ha hecho con el señor Bofarull lo que ha querido —escuchó decir a alguien—, la mujer lo maneja como quiere. Es la que ha ordenado disparar cuando ya estaba todo arreglado.
«Ella», subrayó en su mente. La mujer del señor Bofarull.
Ella pagaría por destrozarle la vida.
Enterraron a su padre y a los demás ese mismo día y evitaron el velatorio y las reuniones con los vecinos. Sebastián «el Mantequilla» era una figura muy respetada en la zona y la gente acudía a él para recibir consejos y pedir favores e intermediación, pero su madre no estaba preparada para atender a hordas de personas indignadas y quejosas. No quería ser la que consolara a las plañideras o amainase las iras de los más belicosos. Quería vivir su pena libremente, con su hija Sara y con su hermano, nada más.
El Mantequilla había sido el mejor puente con los patronos, pero con siete tiros en el pecho, ese puente había dejado de existir. María se esforzó en que su muerte no provocara el inicio de tumultos mayores. Ya habían muerto suficientes personas. Lo enterraron cerca de la aldea de Cunit, de donde provenían, rezaron durante horas y, de vuelta a Villanueva, Sara quiso saberlo todo. Su madre, como siempre, le dijo la verdad.
—Papá pensó que podía acariciar al tigre. Que podía hablarle al oído como había hecho en alguna ocasión, que podía convencerlo. Pero, hija mía, un tigre es un tigre y no conoce otra forma de vivir que dando zarpazos y enseñando los dientes. Papá era solo un gato y pensó que el tigre sería capaz de valorarlo por la fuerza de su cabeza, sin fijarse en la debilidad de su cuerpo. Por desgracia se equivocó. Nunca cometas el mismo error. Los obreros somos solo gatitos y, por más que pensemos que entre todos podemos convencer a los patronos, ellos son tigres a los que no conviene molestar demasiado.
—Pero papá era fuerte.
—Era el gato más fuerte y también el más inteligente, pero no era un tigre. Era un obrero.
—Y ahora ya no lo veremos más.
—No. Pero te deja esta valiosa lección: nunca te enfrentes a quien no puedas ganar. Antes de plantar cara a cualquier persona, estate bien segura de saber con qué armas cuenta. Tu padre pensó que era más fuerte. Ese ha sido su error.
—Me armaré bien. Les daré su merecido a los que le han hecho esto a papá.
—No. —María la cogió por los hombros y miró a los ojos a su hija—. No quiero que te armes. No quiero que te vengues. Quiero que aceptes las cosas como son y que vivas una vida larga y segura.
—¿Y si no me gusta?
—Deberás hacer que te guste. No te vengarás. Prométemelo.
—Te prometo que nunca actuaré si no puedo ganar.
—Prométeme que no te vengarás.
—Tengo algo que ellos no tienen.
—No tienes nada.
—Tengo una idea.
—Sácala ahora mismo de tu cabeza y prométeme que nunca te vengarás. —Sara se quedó en silencio—. ¡Te he dicho que lo prometas! —insistió María. Sara aguantó. María enrojeció y le cruzó la cara—. ¡Niña insolente! ¡Promételo!
A Sara no le afectó. No era la primera vez que recibía una torta y le dio poca importancia. Más tortas daba la vida y por lo menos aquellas venían de la persona que más la querría nunca.
—Te lo prometo —dijo, decidida a romper el octavo mandamiento, mirando a un horizonte en el que el sol se ponía mientras esa idea se asentaba en su mente.
Sara recordaría siempre que en los siguientes días se tramó su porvenir a sus espaldas, algo que odiaba, pero como ella misma también estaba tramando, se centró en sus planes y no prestó atención a los de los demás hasta que supo que ella era el eje de aquellos.
—Irás a Barcelona —le dijo su madre sin más—; yo volveré a Cunit.
—¿A San Antonio?
—Claro.
San Antonio era la finca donde sus abuelos trabajaban el campo y habitaban una masovería que hacía tiempo querían dejar. Su madre renunciaba a las promesas de la vida fabril para volver a la seguridad y a la pobreza de la vida rural.
—Estudiarás y conocerás la gran ciudad. Tienes que aprovechar la oportunidad. Vivirás con los tíos.
Tía Amelia tenía un puesto ambulante de flores y a menudo trabajaba como ayudanta de otras floristas si estas tenían demasiado trabajo. Tío Marcos tenía una tienda de telas. Ambos eran pequeños comerciantes, no tenían hijos y su casa recibía dos ingresos, así que, pese a que vivían humildemente, tenían lo suficiente para hacerse cargo de Sara.
Pero no eran sus padres.
—No te veré más.
—No seas dramática, claro que lo harás, y, cuando lo hagas, tendrás la cabeza mejor amueblada y sabrás muchas cosas que te harán prosperar. Se te quitará la tontería muy pronto.
Aquello no chocaba en nada con la vida que Sara había planeado. Si quería vengarse, debía acercarse a su enemiga, y esta vivía en Barcelona.
—Me parece bien —dijo al rato.
—Te hará madurar —le dijo su madre.
—Me hará un tigre —murmuró ella mientras se alejaba. Si su madre la escuchó, disimuló bien.
Por la noche, saltó por la ventana y fue hasta la casa de Lucas, a la que entró también por la ventana, trepando al olmo que se pegaba a ella. Hasta entonces, el niño había compartido habitación con su tío y la casa con otra familia, con la que siempre confraternizaron poco. Lo encontró a oscuras sentado en el suelo de su estancia, en un rincón, solo iluminado por la luna, cogido a sus rodillas. El reflejo de su cara mojada le indicó que había llorado mucho, algo que jamás hacía.
—Nos vengaremos —dijo Sara—, lo haremos, ya lo verás.
—Yo tendré que ocuparme de otras cosas —dijo el niño.
—¿Qué puede haber más importante que vengar a mi padre y a tu tío?
—Sobrevivir —dijo ahogando el llanto—. Me voy a ir de aquí.
—Yo también. Me voy con los tíos, a Barcelona. ¿A dónde vas tú?
—También a Barcelona, pero solo.
—Pero...
—Me llevan al orfanato. Nadie puede quedarse conmigo.
Sara se dio cuenta de que, incluso en el peor momento, había gente con menos suerte. Era cierto. Nadie podía cargar con el cuidado de un niño que no fuera suyo.
—Escapa. No dejes que te lleven allí.
—No seas tonta. No sé hacer nada. En dos días mi única opción sería robar, y me tiraría por el acantilado de Santa Lucía antes de quedarme con algo que no es mío.
—Ya... —dijo Sara mientras buscaba soluciones imposibles.
—No te esfuerces, todo lo que se te pueda ocurrir a ti ya se me ha ocurrido a mí. Iré al orfanato. Estaré poco, ya tengo edad de trabajar. Hay muchos niños que trabajan con ocho y nueve años en el campo. Yo ya tengo diez y medio casi. Estaré allí hasta que encuentre trabajo. Luego me iré a vivir cerca de ti.
No tenía ningún sentido consolar a Lucas con mentiras, pero se le ocurrió una verdad.
—Estaremos los dos en Barcelona. Nos veremos seguro.
Lucas supo que, si ambos se empeñaban, nadie podría evitarlo. Sorbió la nariz y levantó la cara para mirar a Sara.
—Seguro —dijo sonriéndole.
Una semana después, de la mano de tío Marcos, con una maleta con escasas pertenencias y la cabeza llena de ideas, Sara entraba por primera vez en su vida en Barcelona.
Había oído hablar de la urbe a su madre, que la había visitado dos veces, pero nada la había preparado para lo que encontró. Barcelona bullía de actividad y uno tenía la sensación de que, si se giraba, el paisaje que acababa de ver habría cambiado completamente. Los barrios antiguos eran bien reconocibles y nadie dudaba de que los pueblos cercanos, que conforme el Ensanche crecía se acercaban más y más a la ciudad, en pocos años formarían parte de ella.
Allá donde los ávidos ojos de Sara se dirigían, un nuevo edificio crecía llenándolos de los colores de los esgrafiados, los vidriados, la forja y los mármoles. La pujanza de la afamada burguesía de la ciudad era aún más visible para ella. Todo era tan grande que enseguida se sintió pequeña y deseó crecer también.
Su tío Marcos tenía una pequeña tienda de telas en el Raval, a la derecha de la Rambla de San José, en una pequeña callejuela que siempre estaba limpia y cuidada. Sara se instaló en una habitación sobre el comercio, con ventana al patio interior, que tenía un irreductible olor a gato. Cuando supo que no podría vencer a aquel tufo, decidió hacerse con uno de rayas rubias, pasos mullidos y ojos de miel, que recogió de la calle dos días después de su llegada. Ya que tenía asegurada la desventaja de su olor, por lo menos tendría la ventaja de su compañía. El gato, al que llamó Tigre, pareció estar satisfecho con el trato y enseguida ronroneó a su lado.
Por la mañana salían juntos a la calle, y el felino la acompañaba hasta la entrada de las Ramblas, donde se separaban y Sara se dirigía a la escuela, entre cuyas paredes pronto supo que aprendería mucho menos que fuera de ellas. Por la tarde, cuando volvía a casa, el gato siempre la esperaba en el escalón del portal, al sol.
Pero Tigre no era su único compañero. Su mejor amigo estaba a pocas calles de su hogar, en la Casa de la Caridad. Verlo era muy complicado. En cuatro meses únicamente había podido visitar a Lucas en tres ocasiones, pues el muchacho rara vez salía del sólido edificio. Solo cuando Sara llevaba una hogaza nueva de pan, le dejaban franquear las puertas y, aun entonces, como niños y niñas estaban en alas separadas, tenía que colarse en la que ocupaba su amigo y hablar con él a trompicones antes de que la expulsaran.
Lucas no se quejaba jamás, pero a Sara no le costaba leer sus silencios en sus grandes ojos marrones. Apenas explicaba lo que pasaba en el interior, y como ella comprendía que Lucas era parco en detalles intencionadamente, evitaba en cada ocasión hacer preguntas incómodas, volviendo en cambio sobre sus años felices en Villanueva, cuando aún no sabían que la felicidad estaba en la vida simple y llena de carencias que habían tenido.
Barcelona empezó a calar en ella y Sara Alcover no tardó en faltar a clase para recorrer la ciudad y curiosear entre sus rincones. La enseñanza era obligatoria hasta los catorce años, pero muchas niñas de su edad esquivaban la ley y hacía años que trabajaban. Por la tarde, y hasta bien entrada la noche, se sentaba en una esquina de la tienda y bebía del conocimiento de su tío, quien, al ver su interés, se ocupó de transmitirle poco a poco todo lo que sabía.
A los pocos meses, además de distinguir todos los tejidos, reconocer su origen y juzgar su calidad, los prodigiosos ojos de Sara sabían diferenciar y recordar cada uno de sus tonos, de forma que los clientes empezaron a pedir que fuera ella y no su tío Marcos quien escogiera las combinaciones de telas. Sus ojos eran tan exigentes que lo que vendía ya había pasado por el escrutinio más poderoso antes de llegar a manos de los clientes.