Andaba en casa distraído, durante un fin de semana especialmente amable, y pensé en el concepto de inteligencia familiar.

No soy experto en sociología, ni en las disciplinas que estudian las relaciones humanas, pero en ese momento de apacible tranquilidad, en el tránsito feliz y esperado del verano cordobés al otoño, haciendo balance del año transcurrido y por venir, me vino a la cabeza la importancia de tener una familia estable y una pareja cómplice para afrontar la vida con otra perspectiva, con otra mirada, más amable y más humana, como decía la letra de aquella celebrada canción de La cabra mecánica.

A veces leo alguna columna y pienso en las circunstancias personales de quien la ha escrito. En demasiados textos es fácil adivinar o intuir una cierta amargura, una discusión con el mundo, un conflicto vital que asoma entre las palabras, las ideas, las sugerencias apenas disimuladas entre las frases.

Pienso en lo que se deja ver a través de las grietas. Demasiados columnistas parecen escribir desde la infelicidad o el enfado, cabreados con la situación, pero sobre todo enfadados con ellos mismos, o con quienes les han llevado a ese estado de animadversión permanente.

Quizás un abandono, un divorcio inesperado, la ausencia de un abrazo en las noches solitarias. La felicidad no siempre es material, al menos para la mayoría de personas que me rodean, y al fin y al cabo son esas conversaciones distendidas, esas pequeñas discusiones caseras, las preocupaciones por los hijos o las alegrías por sus éxitos juveniles los factores que condimentan un día a día que no puede ni debe limitarse al trabajo, porque la vida es otra cosa, y porque la vida es compañía.

Hay personas que escriben desde su amarga y agria soledad, apenas mitigada por los aplausos de la tribu. Esa misma tribu que no perdonará un momento de debilidad, una pequeña muestra de flaqueza.

Otras lo hacen desde sus académicas torres de marfil, demostrando sus infinitas lecturas y su ínfima vida real, cargadas de citas brillantes sus brillantes intervenciones para esconder que nunca se han arriesgado a vivir, a sentir, a mirar el reloj esperando una llamada, a dejar que el corazón y el alma y la cabeza se desboquen pensando en ese momento exacto que todo el mundo debería sentir alguna vez en su vida.

Su escritura es tan fría que congela la mirada, y al analizar esas páginas de perfección borgiana, esas tribunas gélidas como un mar helado y sin vida, es inevitable sentir una cierta compasión por esos seres tan perfectos y perfeccionistas que sólo pierden el sueño por su carrera académica, o por recibir la invitación anhelada, el premio deseado, los laureles del éxito literario y social.

A veces comparto con mis amistades que mi mujer y yo hablamos todas las mañanas, a la hora del desayuno. Yo trabajo en Málaga y ella en Córdoba, así que intentamos desayunar a la misma hora para llamarnos y ponernos al día. Diez minutos que saben a eternidad.

Ya hemos hablado la noche anterior, casi una hora, y nos enviamos emoticonos en cuanto nos despertamos, pero no importa. La llamada del desayuno es sagrada, porque nos gusta, nos reímos, y también nos desahogamos si es necesario.

Un día nublado puede ser motivo de conversación, o las últimas noticias de nuestros trabajos, los exámenes de nuestros hijos, el precio de los boquerones. Puede ser una tontería, pero detrás de esas llamadas hay un amor fijo discontinuo, como los contratos de los antiguos trabajadores de la hostelería, basado en la convivencia feliz y en la convicción de que una familia puede soportar casi cualquier contratiempo del destino, o como queramos llamarlo.

Cada cual es libre de elegir la vida que quiere, por supuesto. Aplaudo a quienes eligen la soledad, siempre que sea una decisión voluntaria, no maquillada. Solitud, que diría Andrés Ortega.

Pienso a veces en la mala imagen de la familia, como si fuese una institución a superar, y pienso en mi vida. Una familia feliz y estable ayuda mucho cuando uno crece y comienza a toparse con esa vida real tan cargada de alegrías como de desengaños.

Y a medida que se acerca esa edad de plata, como se llama ahora a la etapa que nos ha tocado vivir, sigo creyendo que la familia es ese andamio que lo soporta casi todo, esa inagotable mina que nos proporciona la sal de la vida, el secreto escondido de la felicidad (con permiso del jovencito Frankenstein).

Esa vida en comunidad con la persona a la que quieres y los hijos que has tenido está en el origen de este concepto sobrevenido de inteligencia familiar: la necesidad de pensar constantemente en otra persona que no eres tú.

Es la capacidad de ponerte en la cabeza de tu pareja, o de tus hijos, treinta o cuarenta años más jóvenes. Es la responsabilidad de cuidar a nuestras madres, sentir y comprender su fragilidad. Es la opción de analizar cualquier concepto de moda -ahora se habla mal de mi generación, los boomers- con esa mirada amplia que te da charlar en las comidas y en las cenas, conocer las opiniones de los más jóvenes y sus puntos de vista aún no contaminados por el paso y el peso del tiempo.

Es tener múltiples perspectivas porque las inquietudes y las dudas y los asombros se hablan en casa, sin morbo ni cotilleos, con el deseo de aclarar las cosas y dar pautas razonables por si llega una situación o un hecho similar.

Ahora que el periodismo vive de la polémica, declaro que no hay la más mínima intención provocadora en este artículo. Que nadie piense que es una invitación a, una apología o una crítica. Pero sí que creo que hay más moderación en entornos sinceros y felices que en otros ambientes, quizás demasiado egoístas y competitivos.

Y que quien rehúye la vida con mucha dificultad puede escribir un texto vivo. Leí hace unas semanas en Facebook, esa red maldita, un poema del cantautor Luis Ramiro, al que no conocía de nada, un poema que hablaba de esas personas que derrochan seguridad y afirman haber tomado siempre las decisiones correctas, que aseguran que no hay grietas en su pasado.

“Cuando encuentres a alguien así / no lo dudes: / o miente / o no ha sabido vivir en absoluto”. No creo que leer mucho nos haga mejores personas, pero sí estoy convencido de que vivir atento a los que nos rodean nos hace mucho más humanos. Y que se nota.