Resido en Málaga desde finales de los años sesenta del siglo pasado. He vivido, por tanto, muchas Ferias de Agosto y acabo de redescubrir -torpe de mí por tenerlo guardado, a buen recaudo, en el “baúl de los olvidos”-, que lo es, como se ha recuperado de cara al público -paseo triunfal por nuestras calles, incluido-, en conmemoración de la toma de la ciudad por la Corona de Castilla el 19 de agosto de 1487.

No dudo que fue, entonces, un motivo de esperanza. A pesar de haber representado la Málaga musulmana uno de los momentos -quizá el que más, según algunos historiadores- de esplendor de la ciudad, Castilla comenzaba, en aquellos tiempos, su etapa más gloriosa.

Estaba a pique de un repique la conquista de Granada y, tras ella, la incorporación del continente americano al mundo conocido, cuando, como diría Ortega en su “España invertebrada”, escrita en 1921, el reino castellano “acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida en común”.

Pero aquello, al decir de Don José, duró apenas cien años pues, a finales del siglo XVI, “Castilla se transforma en lo más opuesto a sí misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que en ellas pasa”, concluyendo que "Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho".

Con menos radicalidad, aunque en la misma línea, nos dice magistralmente Antonio Machado que "Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”. Y quizás por ello, los nobles castellanos se pusieron del lado de Felipe V -el primer Borbón-, al morir sin descendencia Carlos II -el último Austria-, dándoles igual que se suprimieran los fueros de derecho público del Reino de Aragón y que se perdieran sus importantes posesiones mediterráneas -fue el precio que pagó Luis XIV, el Rey Sol, para asegurarle la Corona de España a su nieto-: Nápoles, Cerdeña, Milán y Sicilia, además de los Países Bajos, Menorca e, incluso, Gibraltar.

A los Borbones, con Castilla tras ellos, parecía solo interesarles lo que poseían al otro lado del Atlántico -"el oro del Perú", por resumirlo de alguna manera-, aunque su voracidad, que se comió hasta las libertades más básicas, terminó por hacernos perder el imperio de ultramar, cuando Fernando VII -el Rey “felón”, lo llamaron- restauró el absolutismo, derogando la Constitución liberal de Cádiz -la “Pepa” como se la conoce, por haberse aprobado el 19 de marzo de 1812-.

Por ende, en esta España del siglo XXI, con un Estado Autonómico surgido de la Constitución de 1978 en el que Andalucía -Málaga incluida- ha recuperado su conciencia de pueblo, huelgan, a mi juicio, recuerdos obsoletos, que, si pudieron tener sentido en los albores de la Edad Moderna -no confundir, por ser anterior, con la Contemporánea-, éste fue tan efímero que su razón de ser se pierde en la noche de los tiempos, contradicha por la realidad posterior, no mereciendo mejor destino que ese baúl de los "olvidos" del que hablaba al principio.

Mejor limitarnos a celebrar con orgullo, como es así, la gran feria del sur de Europa, sin referencias trasnochadas. Y es por eso, por lo que, parafraseando a ese líder argentino -que no me merece ni el respeto de mencionarlo por su nombre, salvo para llamarle “carajote”-, solo puedo decir, al día de hoy, ante la “toma” rediviva, y con indisimulable ironía, “Viva Castilla, ¡carajo!”, con esa malsonante interjección que, según la RAE, es usada, como mínimo, para expresar contrariedad.