Hay sermones que se quedan bajo la piel para siempre. Algunos, incluso, no sabes que has (con) vivido con ellos hasta que te han pasado varias vidas por encima, ese pasar por encima similar al de un revolcón de ola enfurecida, bikini desprendido, cuerpo propio desparramado en la orilla y asombro en la mirada ajena. Las que hemos crecido en ciudad de mar sabemos bien de esta postal. Y la que lo niegue, está mintiendo. Pero hablaba arriba de sermones. El sermón, el consejo subido de tono, la línea recta, la reprimenda. La mano en el hombro –ajeno-, la palmada en la espalda. Ese «Te lo dije». La doctrina. A las mujeres nos han jorobado especialmente con este asunto. La menstruación, el sexo, el deseo, el conocimiento, la maternidad, la crianza. Todo ha transmutado en doctrina. Y muchas se han quedado en el camino por este asunto.

Nos encanta adoctrinar. La escala de grises ya sólo tiene sentido en los lienzos de Gerhard Richter. Si reducimos la conversación al juego de polos, perdemos. La casilla de salida se convierte en un territorio estéril donde hay un montón de personas navegando en un mar digital de ruido blanco, gritándose unos a otros desde sus embarcaciones a la deriva. No todos podemos tener razón. No todos debemos tener razón. Y, además, es imposible que todos tengamos la razón al mismo tiempo.

Nunca me ha gustado dar consejos. Me gusta escuchar. El conversar. Pero, muy especialmente, escuchar. Crecer con las ideas de otro, ideas que acontecen en un instante que se viste de asombro; encontrarme, de repente, con una mano que me saca del abismo porque me ha permitido reconocerme en una biografía que no es la mía. Somos seres orales. Acontecemos cuando nos nombramos y eso, ocurre, cuando conversamos y nos escuchamos. Por eso hoy ya nadie se enamora.

Ese conversar al que hago referencia es físico. Se hace corpóreo. Manos, brazos, mejillas, ojos, labios. Todo nuestro cuerpo habla mientras conversamos. Pocas cosas más bellas, y seductoras, que ese descubrirte en los ojos de quien te mira y, por un instante, saber que son los tuyos. Pocas cosas más bellas en este hacer la vida que compartir el mirar. A quien le pone esto del sermón –la cosa viene de lejos, es una costra muy complicada de quitar- hay que mantenerlo a una distancia prudencial. Silenciarlo, si así lo requiere. Que eche raíces en el suelo del silencio. Casi que les haríamos un favor si los mandamos a pastar al silencio. Los coach. Las personas que nos sirven de inspiración. Los sermonistas. Esas personas que han venido a decirnos cómo debemos vivir, pensar, comer, respirar, amar, odiar, leer, correr, hacer yoga. Elige tu propio sermón y te diré cómo boicotear tu vida. Ante esto, una no puede ni quiere dejar de coquetear con las palabras de Antonio Machado, en su versión Juan de Mairena, cuando escribe «en nuestro tiempo, se puede hablar de la esencia del queso manchego, pero nunca de Dios, sin que se nos tache de pedantes».

La mejor inspiración que necesitan las personas es un buen salario, no sentirse alienadas y disponer de una jornada que le permita ver a sus hijos, quedar con los amigos, pasear con los padres, ir al cine, leer tantos libros como pueda. Eso es lo que las personas necesitan: tiempo. «Ya no entregamos solo nuestra mano de obra: si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad». Este fragmento pertenece a Gozo (Siruela, 2023), de Azahara Alonso, un libro hallazgo que todo el mundo debería leer para comprender parte de nuestra falta de equilibrio en este mundo imposible. Un libro que ofrece la calidez de quien aspira a hacer de nuestras vidas geografías habitadas por nosotros mismos y no por sombras, avatares, fantasmas. Reflejos. Un libro que escucha por su invitación al sosiego y al pensar desde la espera. Por la mirada política. Por buscar la belleza en lo cotidiano invisible, la importancia de los objetos en nuestra biografía y memoria, los vínculos que se tejen entre ellos y nosotros. Por hacernos parar para reflexionar sobre la producción y disponibilidad absoluta.