No sé si se han parado a pensar en el número de personas que participan en las procesiones de cada una de las cofradías. No hablo de la organización que se requiere para que todo funcione. Hablo solamente de las personas que participan en la procesión: nazarenos, hombres y mujeres de trono, penitentes, mantillas, bandas de música y cuerpos de seguridad que asumen un vínculo emocional con algunas de las cofradías religiosas. Los números siempre son importantes. Aproximadamente unas cuarenta mil personas desfilan en 41 procesiones que son la expresión ancestral de una religiosidad compartida, que sorprendentemente ha llegado hasta nuestros tiempos manteniendo y actualizando gran parte de sus principios de identidad cultural. La población de muchos municipios no llega ni a la mitad de este número.

Ahora me gustaría incorporar a la ecuación a todas aquellas organizaciones, que aún siendo menos espectaculares que la expresión cofrade, forman parte del mismo espíritu cultural. Las pandas de verdiales, las bandas de música municipales, las denominaciones de origen de los vinos y de la pasa malagueña y el SIPAM de la Axarquía, la asociación de la jábega, las asociaciones culturales de todo tipo o los clubs deportivos infantiles y juveniles, por ejemplo. Finalmente quisiera incorporar otro nivel de relación social y de algún modo también cultural en tanto que reflejan el espíritu de un territorio. Me refiero al de los grupos de interés como las asociaciones de empresarios, de padres y madres de alumnos, de comerciantes, de feministas, de defensa del Bosque Urbano de Málaga o de la Invisible, o los grupos ecologistas, colegios profesionales, asociaciones vecinales o de ciclistas.

Independientemente de lo vinculados o lo de acuerdo que estemos con sus posiciones, lo que realmente debería producirnos admiración es la capacidad de este territorio para autoorganizarse y expresarse. Hace poco leía en el Informe de Riesgos Globales de 2023 del Foro Económico Mundial, que la polarización social supone, junto con el aumento del coste de la vida, la depresión económica, la guerra económica global y la paralización en las acciones contra el cambio climático, uno de los riesgos más peligrosos del momento histórico en el que vivimos. No hay nada más efectivo contra la miopía de la polarización que formar parte de cuantas más organizaciones, mejor. Participar activamente en las reuniones de aquellos espacios de confrontación donde cualquier discusión se acaba con la distensión de una cerveza compartida permite despolarizar y poner cara y contexto al que piensa de manera diferente.

Para que un territorio sea fuerte, su población tiene que serlo y para eso no hay mejor forma que fortalecer sus instituciones y asociaciones participando en ellas activamente. Uno puede pertenecer a dos cofradías, a la asociación ruedas redondas y a la Cámara de Comercio a la vez. Pero no conozco a nadie que forme parte de dos partidos políticos ni de dos religiones distintas. Esto da que pensar, y mucho.

Siempre he creído que la cultura es una herramienta fuerte aunque claramente insuficiente para luchar contra la agresión exterior. Aceptando que no existen sistemas cerrados y que ser permeable es necesario para que los sistemas no colapsen, creo que una cierta fortaleza de la membrana es una ventaja competitiva.

No me gustaría parecer ingenua, pero creo que el valor de la cultura de un territorio es algo más importante de lo que creemos. No se habla de ello en los altos debates públicos, pero es esa cultura (como soporte de la transformación urbana y económica), la que ha convertido a Málaga en un destino posible para la innovación, que tanto atrae a otras industrias como la inmobiliaria y la de producción de ciudad entre otras.

También la cultura es una pata fundamental en el desarrollo que se está dando en Málaga en cuanto al prototipado de un ecosistema tecnológico que se apoya mucho en las relaciones personales, tal y como contaba Demófilo Peláez en este artículo del Español de Málaga (La Málaga tecnológica, más colaborativa que Madrid o Barcelona: así es su red de redes), o Ezequiel Navarro en este otro (Transfiere).

Si aceptamos la importancia de la cultura en el desarrollo de un territorio, no debemos olvidar que ésta no se mantiene sola. Hay que cuidarla y eso implica invertir en el territorio, en sus actividades, su paisaje y su población. No hace mucho, según recoge en un artículo este mismo periódico (El turismo de la costa del sol vive una nueva “belle époque” tras la debacle de la pandemia), José Luque, presidente de la Asociación de Empresarios Hoteleros de la Costa del Sol (AEHCOS) comentó que “si no pensamos en la calidad de vida de los que viven aquí, es muy difícil que tengamos un destino con valor añadido”. Este debería ser un objetivo común a todas las fuerzas vivas de la ciudad, ya sean políticas o económicas.

Si Málaga se ha convertido en un destino turístico y empresarial capaz de competir con ciudades mucho más potentes económicamente, es en gran parte por la cultura acumulada en su población a la que siempre es bienvenida la población recién llegada. La de Málaga es una cultura que aúna una tradición abierta y una actitud creativa ante todo aquello que viene de fuera, como ya expuse en otro artículo (Lo que el territorio nos cuenta). Sin embargo, la escala de los cambios que llegan con la globalización y su especial funcionamiento económico, es suficientemente disruptiva como para que esta vez sí, arrase con toda esa cultura que nos ha hecho fuertes a lo largo de la historia y atractivos como destino en este momento de la historia (que por cierto…continuará más allá de nosotros: la historia, me refiero).

Invito a quienes dirigen las empresas recientemente llegadas a implicarse en la inversión cultural, paisajística y ambiental del territorio en el que se han insertado y que son parte del atractivo por el que han decidido venir aquí. Invito a todo malagueño o malagueña que no pertenezca a ninguna asociación o institución, a participar en ella de forma activa para aprender a convivir con la confrontación consustancial a nuestra naturaleza humana, con el objetivo de impulsar y mejorar lo que hemos heredado. E invito también a los políticos que próximamente ganen las elecciones municipales a ver en las asociaciones, por muy afines o distantes que puedan estar de su ideario político, el capital humano que hace de ellas teselas que construyen con sus acuerdos y desacuerdos, la Málaga que todos queremos.

Donde hay confrontación, cabe la cultura del encuentro, del acuerdo y de la cooperación. Si las cuarenta mil personas que desfilan por las calles de Málaga en Semana Santa y todas las que participan en la organización (cada una de su padre y de su madre) pueden organizarse para hacer de esta semana algo verdaderamente memorable, ¿cómo no vamos a poder organizarnos para conseguir cualquier otra cosa por difícil que sea? Incluso mantener a Málaga fuera del riesgo de la polarización.