El jueves se cerró por última vez la puerta de la que hasta entonces había sido la casa de mis abuelos. Mi hermana dice que ella fue la última en despedirse del lugar que vio crecer a mi madre (y a mi tíos) antes de que las llaves cambiaran de dueños. El próximo que cruce ese descansillo se encontrará con un salón y cuatro habitaciones vacías, esperando a ser habitadas por nuevos recuerdos. 

Allí se han quedado los cáncamos de los cuadros y las fotos, insinuando cuáles son los espacios destinados a dotar de calidez el techo. Los armarios están abiertos y las bombillas quitadas. Hasta hace pocos días, el eco deambulaba por el pasillo como si fuera uno más en el adiós.

Durante meses, el piso en el que mis abuelos se quisieron, hasta que la muerte y el olvido fueron apareciendo, ha ido descomponiéndose poco a poco. Conforme mi padre iba empaquetando en cajas de cartón los álbumes y las cintas de las bodas, el árbol de la familia comenzaba a diseminarse. Ahora están repartidos entre mi casa, Londres, Vélez y un trastero. Siguen aquí, pero todavía no sé bien cómo.

Este proceso de embalar varias vidas ha servido para redescubrir que en el alfiletero todavía quedaban varias agujas; que las alturas de los nietos están grabadas en una tabla de madera, año por año, dejando constancia de que fui el que más tardó en dar el estirón; que entre los tomos del Cosío están las cartas mandadas a León y que junto a la mesita de noche estaban, en fila india, los retratos de todos los pequeños.

Por el camino se han quedado los sillones azules de los que ahora no sé nada. En este proceso, al que llaman dejar la casa, he visto junto a los contenedores la butaca que sostuvo los recuerdos de mi abuela cuando su memoria empezó a perderse entre las paredes de su propio hogar. No sé si ya se lo habrán llevado los servicios de limpieza, pero prefiero no saberlo. Desde hace varios días salgo de la urbanización por la puerta trasera para evitar conocer la respuesta.

Me he podido llevar todo lo que he querido: los libros, las películas, los cuadros y las barajas de cartas sin abrir, por si algún día nos da por volver a rememorar las tardes de la infancia. Sin embargo, tengo la sensación de que me he dejado algo. He vuelto después de haber llorado, sabiendo que la pena estaba superada. Solo me ha hecho falta volver a cruzar el dintel para darme cuenta: allí se han quedado los rayos de sol de los últimos atardeceres que nunca más serán, esperando a vivir nuevas vidas.