A mí los franceses siempre me han parecido unos tipos simpatiquísimos, perfectamente encuadrables en la caricatura tópica. Alguno quiso aniquilarme cuando dijo que ojalá los galos hubiesen ganado el mundial de Qatar. Camiones volcados contra Repsol-YPF expropiado, respondía yo. Empate, pero entre un café con croissant y un mate no hay discusión posible.

Francia es ese ritmo, esa cadencia, ese gusto por el gusto y esa superioridad de saber que París sirve tanto para el amor como para la guerra. Son dueños de un atrezo fascinante, algo que les permite el lujo de huir de las falsas modestias. 

Aquí, en España, durante el confinamiento, escuchábamos la horrífida Resistiré. En Italia volvieron a idolatrar al desaparecido Rino Gaetano y su Ma il cielo è sempre più blu. ¿Y en Francia? En Francia qué más da. Allí han despedido a Jean-Paul Belmondo a los sones de Chi Mai, de la película Le Professionnel, con sus militares vestidos iguales que los protagonistas de El oficial y el espía de Polanski.

Ellos, que sin más decorado que un ataúd envuelto en la bandera sobre los adoquines supervivientes a las revoluciones del 68, entienden la complejidad de la belleza como algo innato. Son una suerte de estetas intelectuales sobre los que siempre sobrevuela un aura de resistencia europeísta, sobre los que siempre resuena el himno inmortal creado por el poeta de una noche, como definió Zweig a Rouget de l'Isle, creador de la Marsellesa.

Ahora, han dignificado en los altares de la academia a Mario Vargas Llosa. A uno que no es de los suyos. Y lo han hecho vistiéndolo con las galas bordadas, como a los papas preconciliares, a los toreros antes de ser velados o a los Cristos en Semana Santa. Son la viva imagen de aquello que escribió no sé quién: "Las formas embellecen el mensaje". 

Sus orillas apenas coquetean unos pocos kilómetros con el Mediterráneo, pero han sabido hacer suyo una suerte de Il dolce far niente, convirtiendo esta oda a la vida calmada en un bien endémico que llega hasta Inglaterra. Que le pregunten pues a Julio Camba, que tras diseccionar a la civilización londinense, escribió: "Los escritores ingleses hacen tres o cuatro artículos mensuales. Así, uno de ellos ha podido permitirse el lujo de contestar: —¿Mis artículos? Yo los hago bastante bien".