Cuando llegó a casa, Matías era un afrancesado. Pese a vivir en la Costa del Sol, sus anteriores dueños le habían enseñado a cantar La Marsellesa y el aria de La reina de la noche de La flauta mágica, del austriaco Mozart. El guacamayo tenía garganta para culminar él solito la plena integración del Viejo Continente, si tan solo la Comisión Europea se hubiera dado cuenta.

Cuando uno menos se lo pudiera imaginar, el lorito Matías se sentía Victor Laszlo en Casablanca y empezaba todo Allons enfants de la Patrie. Ya nada era igual. Con el himno de Francia de fondo, planchar o tomar gazpacho se convertía en un acto solemne y disonante, como cuando una vecina le dijo a Antonio Soler que no se creía sus novelas porque ocurrían en Eugenio Gross.

El lorito Matías, amarillo, verde, azul, con medio Caribe en sus plumas, solo dio pruebas de ser malagueño cuando, mientras sus dueños no miraban, le susurró cariñosamente Cabrrrrón a Omar Roldán. No nos enfadamos con el guacamayo: en su dominio de ópera y calle, encontramos virtud.

Quizás fue cuando nos enteramos de que su especie puede vivir casi un siglo, y que el nuestro apenas era un chavea, que decidimos casi sin darnos cuenta que había que hacerle de algún equipo. En un pacto implícito en la familia, le cantamos Málaga, la bombonera... en forma de saludo cada vez que llegamos a casa. Está empezando a repetir, Málagaaa; pero todavía no nos sigue cuando a veces nos ponemos ambiciosos y recordamos a Curro Román, Soyderpaloo.

No se trata tanto de una afiliación futbolística, aunque Matías es muy de Benkhemassa, como de una sana posibilidad de pertenencia al lugar que ocupa en el mundo. Es posible que lo entendiéramos cuando mi tío comenzó a felicitar los cumpleaños de toda la familia con el mismo grito que regaló al mundo, descamisado y golpeándose el pecho, cuando Salomón Rondón cabeceó el balón al fondo de la portería del Sporting de Gijón y el Málaga se clasificó para la Champions: Esto es historiaaaaaaaa, corazón azul, corazón azul. 

También lo empezamos a atisbar cuando, en The Crown, el joven díscolo príncipe Felipe da la vuelta al mundo con la marina y su mujer, la reina Isabel, le entrega una nota: No te olvides de que tienes una familia. Lo que al principio parece una amenaza ante las infinitas posibilidades de infidelidad y vidas paralelas que ofrece la mar acaba convertida en un manto que le cubre cuando se siente un punto perdido en un océano gigantesco e inasumible.

Por eso puede tener su valor encontrarse en un largo viaje en el extranjero, rodeados digamos de centroeuropeos en un autobús entre Eslovaquia y Hungría, consultando quién es el último loco del salario mínimo con el que se ha hecho Manolo Gaspar. Conocer el mundo, claro que sí; morir en el barrio, y, entre medias, acercarse algo a lo que los nipones de la era Meiji resumieron en Conocimiento occidental, espíritu japonés.

El Málaga deberá jugar para ganar, si corresponde con el líbero inventado en Alemania o con el Joga bonito brasileño; pero es de sentimiento que sea un Málaga gitanísimo, requetonero y kokunero. Tienen duende los jodíos, y más tendrán cuando haya además un guacamayo que les comience el himno. Mi tío ya ha prometido llevarlo a La Rosaleda.

Y así, si el lorito Matías tiene que volar, que no pueda decir que no sabe cantar un aire de su tierra.