Al menos un 39,4% de los nuevos diputados del Congreso -es decir cuatro de cada 10- son funcionarios o forman parte del personal estatutario de los Servicios de Salud, pese a que éstos sólo suponen el 3,4% de la población española. Al menos 138 de los 350 diputados son parte de los 1.562.407 funcionarios que hay en las distintas administraciones, según el análisis de las fichas personales de los miembros del Congreso.

La sobrerrepresentación de los funcionarios en el Congreso ha aumentado en esta XI Legislatura. Al comenzar la legislatura anterior, en diciembre de 2011, había 126 funcionarios que eran diputados, 12 menos que en la cámara que se constituyó el miércoles pasado.

La tipología de estos 138 funcionarios-diputados incluye desde los cuerpos de élite de la administración que forman los abogados y los técnicos comerciales del Estado, hasta los maestros de primaria o los agentes de los cuerpos de seguridad. Entre ambos extremos hay diputados que son diplomáticos, letrados, inspectores de Hacienda, magistrados, funcionarios de carrera de las distintas administraciones, profesores titulares de universidad, médicos, enfermeros o catedráticos de instituto.

La cifra puede ser superior, pero no menor. Quizá algún diputado no haya concretado en su ficha su condición de funcionario. Los que sí han sido excluidos de este cálculo son aquellos diputados que se han desempeñado en algún momento como personal laboral de la Administración (un universo de 620.178 personas) o que se encuadrarían en la categoría de “otro personal” del Estado (360.202 personas) en la que figuran los eventuales y los interinos.

La razón para separarlos es que a ellos no se les reserva el puesto como a los funcionarios. Éste fue el caso, por ejemplo, de Pablo Iglesias Turrión, que era profesor titular interino en la Universidad Complutense y perdió su empleo cuando fue elegido eurodiputado. Si se consideran estos dos grupos, el personal de la Administración asciende a 2.542.787 personas (el 5,5% de la población), según el Boletín Estadístico del Personal al Servicio de las Administraciones Públicas de julio de 2015.

Las formaciones del bipartidismo son las que mayor densidad de funcionarios presentan. El PSOE es el partido que más funcionarios tiene, un 47,8% de sus diputados reúnen esta condición (43 de 90). Le sigue el Partido Popular, con un 44,7% de sus diputados. Las formaciones emergentes tienen porcentajes menores. Podemos, considerado globalmente, tiene un 29% de funcionarios (20 de 69) mientras que Ciudadanos tiene un 27,5% (11 de 40).

Hay partidos con un número menor de diputados donde la sobrerrepresentación del “partido de los funcionarios” suele pesar más. Es el caso de Coalición Canaria (CC) con un 100% ya que su única diputada es funcionaria en excedencia. Y en el PNV donde son el 50% de sus representantes  (3 de 6 diputados), o de EH-Bildu (1 de 2) y UPN-PP (también 1 de 2).

Pero también hay excepciones: los catalanes de Democracia y Libertad (DL) sólo tienen un 12,5% de funcionarios (1 de 8 diputados) y es el partido que menos densidad presenta si se excluye a Izquierda Unida que tiene dos diputados y ninguno es funcionario. Y si se desgaja del PSOE el grupo de diputados del PSC, estos apenas tienen un 14,3% (1 de 7). Los demás grupos catalanes están más próximos a la media nacional: ERC tiene un 33,4% de funcionarios (3 de 9) y En Común Podemos es la franquicia de Podemos que más funcionarios tiene, un 41,7% (5 de 12).

Este nivel de sobrerrepresentación de los funcionarios en el Congreso es una singularidad española que no se da en otras democracias desarrolladas. Es fruto de la costumbre y de nuestro diseño institucional. En los países anglosajones y nórdicos, la política y el funcionariado están nítidamente separados y hay fuertes incompatibilidades. En España, por el contrario, prácticamente se favorece, ya que a los funcionarios se les reserva la plaza mientras son diputados. Además, las redes de contactos que les facilita la política les permite acceder más rápidamente a puestos superiores del escalafón.

El mercado laboral también contribuye. Al ser difícil consolidar una carrera, son pocas las personas que interrumpen su actividad en España para dedicarse a la política. Esta relación tan estrecha entre la política y el funcionariado contamina ambos lados de la ecuación con efectos duraderos sobre la vida institucional.

Por un lado, politiza la función pública. Víctor Lapuente Giné, profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, escribía en 2012: “Un ejército de individuos -que deben su cargo sobre todo al cultivo de relaciones personales y políticas- ha ido ocupando las capas superiores de nuestras instituciones públicas (…) Pero ¿por qué los gestores de entidades públicas no pueden ser directamente dependientes de aquellos que legítimamente han ganado las elecciones? ¿No forma parte la gestión pública del sano intercambio democrático? No sólo no forma parte, sino que la politización del sector público es uno de los factores que más claramente puede socavar la legitimidad de un sistema democrático”.

Por otro lado, la política se ve contagiada del espíritu de los funcionarios. Los expertos del grupo Politikón, autores del libro La urna rota (Ed. Debate, 2014), lo resumían con acierto: “El problema es que esto genera un sesgo en los representantes que elegimos, al menos en dos aspectos. Primero, que son más reglamentistas y juristas, lo que explica en parte la obsesión por regular, pero la escasa atención a la ejecución de las políticas. Y segundo, que son esencialmente más conservadores, en especial en todo lo tocante al sector público. Al fin y al cabo, si las reformas de la administración en España son tan escasas es en parte porque tenemos el lobby dentro”.