El verano es, para muchos, una tregua. El calendario se relaja, los días parecen más largos y el agua se convierte en refugio. Entre playas, piscinas y viajes, se nos instala la sensación de que todo se detiene.
Sin embargo, bajo esa calma figurada, la ciencia suele seguir trabajando. Y este verano de 2025 lo ha dejado claro: mientras buscábamos sombra, llegaron descubrimientos que, aunque dispersos, dibujan juntos un mapa del futuro inmediato.
Uno de esos hitos vino del espacio. La misión Solar Orbiter de la Agencia Espacial Europea mostró por primera vez los polos del Sol. ¿Para qué?
No es un detalle menor. En esas regiones se esconden claves de cómo funciona el ciclo magnético que regula tormentas solares, esas mismas que pueden alterar comunicaciones, redes eléctricas o satélites.
Debemos recordar que mirar al Sol, y hacerlo en sus zonas menos accesibles, es aprender a protegernos de un vecino imprescindible pero impredecible.
A la vez, el Observatorio Vera C. Rubin —en Chile—, estrenó su mirada con miles de imágenes de asteroides que nunca habíamos registrado. Saber dónde están esos cuerpos es más que curiosidad: algunos podrían representar riesgos reales en un futuro no tan lejano. Algo que siempre ha alimentado películas malas y me temo que algún día se puede transformar en realidad.
Siguiendo en el cielo, desde los confines del sistema solar, el telescopio James Webb detectó un nuevo satélite de Urano, S/2025 U1, una roca de apenas diez kilómetros de diámetro.
¡Wow! —dirás quizá en tono irónico—. Yo simplemente apunto: quizá algún día ese satélite nos sirva para algo. El conocimiento nunca es despreciable.
Mas, no todas las noticias fueron técnicas.
En París, el Institut Pasteur reunió a científicos para discutir sobre la llamada "vida espejo": organismos artificiales fabricados con moléculas invertidas, como reflejadas en un espejo, imposibles de reconocer para las defensas biológicas de nuestro mundo. El debate no giró tanto entorno a la posibilidad —ya sabemos que es factible— como a la conveniencia.
¿Es sensato construir seres que podrían escapar a todo control natural?
He de decirte que la prudencia se elevó como una decisión tan relevante como cualquier avance tecnológico. La ciencia, recordemos, no es sólo explorar lo que podemos alcanzar, sino también decidir lo que no debemos hacer.
El verano también confirmó la entrada definitiva de la inteligencia artificial en la investigación. Los grandes modelos de lenguaje dejaron de ser vistos como simples generadores de frases para convertirse en ayudantes que diseñan moléculas y proponen hipótesis.
Un ejemplo concreto es el sistema TamGen, que consiguió producir compuestos contra la tuberculosis con una afinidad cien veces superior a los actuales. Aquí la IA se convierte en algo más que una herramienta: es un socio que trabaja sin descanso, que abre caminos que los humanos quizá no hubieran explorado. La pregunta, ahora, es cómo convivir con este nuevo actor en la creación de conocimiento.
Mientras tanto, los estudios sobre el planeta pusieron cifras a lo que sentimos en la piel. Hablamos del calor. Una investigación publicada en Nature Ecology & Evolution reveló que el calor extremo vinculado a la acción humana ha reducido en casi un 40% las poblaciones de aves tropicales desde 1950.
Otros trabajos mostraron que la atmósfera, al exigir más evaporación, ha intensificado las sequías en un 40% y que la disminución de aerosoles en Asia, aunque limpia el aire, ha dejado más expuesto el calentamiento provocado por gases de efecto invernadero.
Detrás de esas cifras están los cantos que se pierden en la selva, los cultivos que fallan y las familias que deben abandonar sus casas.
Pero, no todo fueron advertencias. También hubo descubrimientos que abren posibilidades nuevas. Por ejemplo, la combinación de rapamicina y trametinib —dos medicamentos ya usados en la clínica—consiguió prolongar la vida y la salud de ratones, alimentando la idea de que el envejecimiento no es un destino fijo, sino un proceso que podemos modular. ¡Vivir más y mejor!
Un grupo de químicos logró descomponer con luz solar los PFAS, esos compuestos conocidos como "químicos eternos" por su resistencia a desaparecer. Otros sintetizaron un nuevo alótropo de carbono, el cyclo[48]carbon, que amplía el repertorio de estructuras posibles para futuros materiales.
Y en el Atlántico Norte se identificaron 27 millones de toneladas de nanoplásticos invisibles a simple vista, que ya recorren la cadena alimentaria. Aquí conviven el ingenio para resolver problemas y la constatación de otros que nosotros mismos generamos.
Todo esto ocurrió en apenas unas semanas, mientras muchos ocupaban su tiempo en descansar o viajar. La paradoja es clara: cuanto más creemos que el mundo se detiene, más nos recuerda la ciencia que sigue avanzando.
Lo hace con descubrimientos que parecen pequeñas piezas sueltas, pero que juntas componen una imagen: un futuro que ya no es promesa, sino presencia.
La ciencia no ofrece redenciones, pero sí claridad. Esa claridad puede incomodar, porque muestra vulnerabilidades y responsabilidades, pero también abre caminos.
Nos recuerda que seguimos siendo frágiles, aunque capaces de mirar al Sol sin miedo, de manipular la materia hasta crear formas nuevas y de decidir, con cautela, qué tipo de mundo queremos construir.
El verano de 2025 pasará a la memoria por muchas cosas, pero en sus páginas científicas dejó escrito algo simple: el futuro no es mañana, está entrando ahora mismo por las rendijas del presente.