Hace algún tiempo tuve la oportunidad de conocer a los nietos de aquellos que nombraron por primera vez la palabra radiactividad, es decir, Marie y Pedro Curie. Aunque un poco parcos en la comunicación y con la barrera idiomática de mi pésimo francés, logré entablar una breve conversación con ellos sobre el legado de sus abuelos y padres —todos premios Nobel— dejando para el final una pregunta comprometida: ¿Están los grandes proyectos de hoy en la línea del pensamiento científico de vuestros antepasados?

La respuesta de Pierre y Hélène fue rotunda: ¡No!

En la era contemporánea, el entusiasmo por los megaproyectos tecnológicos ha alcanzado dimensiones sin precedentes. Iniciativas como Stargate, con su promesa de avances revolucionarios en la exploración espacial, la energía y las telecomunicaciones, capturan la imaginación colectiva y cristalizan una narrativa de progreso imparable. 

Estos proyectos, con presupuestos que superan los miles de millones de dólares, se presentan como emblemas de la capacidad humana para trascender sus límites y transformar el futuro. Mas, en la exaltación del potencial tecnológico, surge una cuestión crítica: ¿cuál es el costo de esta fiebre por la aplicabilidad en el campo de la investigación básica? Y hablo de esa forma pura de indagación que constituye el cimiento del conocimiento humano.

La ciencia aplicada, de la cual los megaproyectos tecnológicos son su máxima expresión, busca resolver problemas concretos y generar productos tangibles. Sus logros son indiscutibles: desde satélites que revolucionan la comunicación global hasta fuentes de energía que prometen un mundo sostenible. No obstante, este brillo pragmático puede eclipsar una verdad fundamental: sin investigación básica, la ciencia aplicada pierde su sustento. 

No podemos olvidar que el conocimiento puro, generado a partir de preguntas guiadas por la curiosidad y no por una aplicabilidad inmediata, es el germen de las verdaderas revoluciones.

Considera, por ejemplo, los fenómenos que Albert Einstein y sus contemporáneos estudiaron hace más de un siglo. En su época, el entrelazamiento cuántico o el principio de incertidumbre eran conceptos que parecían, en el mejor de los casos, abstracciones filosóficas.

Sin embargo, estas ideas han dado lugar a tecnologías como la computación cuántica y las telecomunicaciones seguras. La ciencia aplicada no existiría sin estas bases; su progreso no puede separarse del conocimiento que la investigación básica hace posible.

Es aquí donde radica el dilema.La financiación de megaproyectos tecnológicos suele absorber una proporción considerable de los presupuestos destinados a la investigación y el desarrollo. Los gobiernos, las corporaciones y las instituciones se enfrentan a presiones crecientes para justificar su gasto con resultados rápidos, visibles y rentables.

Esto, sin muchos cuestionamientos, sabemos que desvía recursos de los laboratorios donde se exploran las preguntas fundamentales, aquellas que no ofrecen beneficios inmediatos, pero que tienen el potencial de transformar el mundo en formas insospechadas.

La tensión entre la investigación básica y la ciencia aplicada no es nueva, pero se intensifica en un contexto global donde la competencia económica y tecnológica define prioridades. No nos engañemos, las consecuencias de este desequilibrio son preocupantes. 

Hemos de saber que la investigación básica, al operar en el horizonte de lo desconocido, requiere tiempo, creatividad y libertad para explorar caminos que no siempre conducen a un destino claro. Cuando se reduce su financiación, el ecosistema científico pierde diversidad y profundidad, y las oportunidades de descubrimientos trascendentales se diluyen. 

Sí, he escrito la palabra diversidad, la seguiré usando en su amplio registro, aunque se empeñen en cancelarla. 

Además, los megaproyectos tecnológicos suelen estar impulsados por intereses económicos y políticos. Esto, por supuesto, no es intrínsecamente negativo, puede llevar a una ciencia instrumentalizada, donde las preguntas que se plantean están condicionadas por agendas externas. En contraste, la investigación básica, al no estar ligada a objetivos inmediatos, preserva una forma de libertad intelectual que resulta esencial para el avance del conocimiento. 

Sí, libertad también significa dejarnos llevar por la curiosidad sin saber hacia dónde nos dirigimos. 

Tal y como adelanté en párrafos anteriores, la historia de la ciencia ofrece ejemplos que subrayan esta importancia. El descubrimiento del ADN como portador de la información genética, la teoría de la relatividad o el modelo atómico de Bohr son hitos que surgieron de la investigación básica.

Ninguno de ellos respondió, en su momento, a una necesidad urgente o a una aplicación concreta. Sin embargo, sus implicaciones han transformado nuestra comprensión del universo y han dado lugar a tecnologías que moldean la vida moderna.

¿Cómo equilibrar, entonces, la necesidad de invertir en megaproyectos tecnológicos con el imperativo de sostener la investigación básica? 

La solución no es sencilla, pero podría comenzar por un cambio en la narrativa que rodea a la ciencia y la tecnología. Es crucial comunicar al público y a los responsables de las políticas que el conocimiento puro no es un lujo, sino la base sobre la cual se erigen las innovaciones que tanto valoramos.

Asimismo, es necesario replantear los modelos de financiación. Una parte de los presupuestos destinados a los megaproyectos podría reservarse para programas de investigación básica, asegurando así que esta no quede relegada a un segundo plano. Los consorcios público-privados también podrían desempeñar un papel clave, incentivando a las empresas a invertir en el conocimiento fundamental que sustenta sus propias innovaciones.

Es crucial promover una cultura científica que valore tanto el impacto práctico de la ciencia aplicada como la belleza intrínseca de las preguntas fundamentales. Ambas formas de ciencia son complementarias, y sólo al reconocer su interdependencia podremos construir un futuro donde el progreso tecnológico no sea un fin en sí mismo, sino una expresión del deseo humano de comprender y mejorar el mundo.

Los Curie no estaban equivocados.