Hace unos días alguien de mi entorno más cercano me avisó de que debía asegurarme del tipo de tarifa que tenía firmada en mi contrato de suministro eléctrico. En cuanto pude, llamé a mi compañía, donde en principio me comuniqué con un robot, por más que me empeñé en ser tratada a la medida de ser humano, o sea por un ser humano.

Tal fue mi empeño, que en efecto acabó contestándome una joven que me tranquilizó sentenciando que según mi contrato hasta enero mantendría mi tarifa y que cualquier cambio debería ser comunicado un mes antes. Me tranquilizó. Y eso que había esperado tanto, que el soniquete al teléfono había estado a punto de alterarme.

Entendí por los mismos minutos de espera, supuse, que cientos de personas estaban en mi misma situación, es decir mosqueados y a decir verdad algo moscas sobre su futuro energético. No era, no es, para menos.

Y de pronto sentí vergüenza ante mis miedos y pensamientos. ¿Cuál era mi temor? Probablemente el mismo que el de miles de occidentales. Tener que dormir con un edredón más caliente. Tener que llevar un jersey en casa en lugar de manga corta. Usar calcetines en lugar de andar descalza, que forma parte de mis placeres del hogar dulce hogar. Tomar más caldos en lugar de ensaladas.

Como decía un jefe francés que tuve hace años: problèmes de riches (problemas de ricos). En efecto problemas de una desvergonzada sociedad rica pendiente de unos grados de más o de menos en sus casas o en sus tiendas, en sus establecimientos o en sus oficinas para el ahorro energético y por tanto económico, producto de una guerra y no de una conciencia, como mínimo, climática.

Apenas unas horas después, supe que el 16 de octubre se celebra el Día Mundial de la Alimentación, casi al mismo tiempo que escuchaba que se nos venía encima una hambruna que eclipsaría cualquier problema, una hambruna que dejaría, que dejará, chicas las imágenes de los niños de Biafra que me acompañaron en la infancia.

Una hambruna que según leí podría afectar a casi 50 millones de personas —sí, vuelve a leer, 50 millones—, que para ponerlo en contexto equivale a algo más que la población española. Y me reí por dentro, como me río de nervios, como me río cuando pretendo desdramatizar, al leer que las causas de esta hambruna eran tres ces.

Me reí fruto de una broma privada, porque en mi casa las tres ces somos mis hijas —Camila y Cristina— y yo. Una broma privada, ya digo. En el caso que nos ocupa, una bromista la mía sin gracia alguna, desde luego. Pero sí, las causas eran y son unas que empiezan por “c”: Conflictos —léase la Ucrania invadida, la no llegada del grano ucraniano y una elevación de los costes de los fertilizantes—, COVID y Clima —léase crisis climática, que ha depauperado los suelos—.

En España hay necesidad, hay vulnerabilidad, pero no podemos hablar de hambre, aunque se use la expresión de colas de hambre. Podemos hablar especialmente de malnutrición en el caso de familias vulnerables, lógico cuando las verduras son más caras que los ultraprocesados, por ejemplo. Y eso ocurre aquí, pero también en Italia o en Francia.

En cualquier país occidental. El drama, el drama bestial, siempre lo sufren los mismos. De nuevo, los de siempre: Sahel Occidental, es decir Nigeria, Níger, Malí, Burkina Faso y Chad, y los países del Cuerno de África, es decir Kenia, Etiopía y Somalia, aunque el problema sea más extendido.

Cuando desde la Fundación Save the Children me cuentan que cada cuatro segundos —antes de que acabes esta frase— una persona muere a causa del hambre, la mayoría, niñas y niños y que cada minuto uno o una se ve abocado a la desnutrición severa y que ocho millones de niños y niñas corren el riesgo de morir en quince países si no reciben tratamiento inmediato, se me eriza la piel de todo el cuerpo y vuelvo a sentir vergüenza, básicamente ajena.

Sí, sí. Puede incluso que alguien sienta vergüenza de negar su espacio a quienes vienen de esos otros en los que de quedarse podrían morir de hambre, de los que huyen con la esperanza de la, siquiera, supervivencia. Algo es posible hacer con ayuda humanitaria pero hay cada vez menos fondos porque la situación empeora.

La realidad es que, por un lado, gran parte del auxilio internacional se ha desviado al problema urgente surgido en Ucrania tras la invasión rusa. Y, por otro, que el alimento terapéutico capaz de parar este desastre ha elevado excepcionalmente su precio hasta un 23 por ciento desde mayo del pasado año y podría hacerlo un quince por ciento más en los próximos meses.

En estos casos, también, es fundamental elevar la apuesta por las mujeres. Son auténticas generadoras de la transformación social. De hecho, solo con que las niñas se queden en la escuela hasta al menos los 16 años comienzan a cambiar los panoramas.

Porque la formación conduce a un conocimiento y cuestionamiento vital. Y además porque aumentar ese tiempo de permanencia es capaz de evitar el matrimonio temprano y por tanto los embarazos y por tanto el aumento de población infantil, fundamental teniendo en cuenta que cuando hablamos de estos países estamos hablando de una media de siete hijos por mujer. Así que, sí, también cuando hablamos de hambre, “cherchez la femme”.