En la España rural, donde el 70% de las personas dedicadas a la agricultura tiene más de 55 años y el 41% de las explotaciones no cuenta con relevo generacional, el silencio empieza a instalarse en los campos.

Es un silencio que no solo amenaza a quienes allí habitan, sino que resuena en la vida cotidiana de toda la sociedad: en los alimentos que consumimos, en la salud de nuestros territorios, en la soberanía alimentaria del país… Sin campo, no hay vida. Y por eso urge actuar.

La agricultura y la ganadería son actividades económicas y empresariales. Además, son una forma de habitar el territorio, de cuidar la tierra, de generar comunidad.

Sin embargo, la desconexión entre lo urbano y lo rural, sumada al envejecimiento del sector, las dificultades estructurales para emprender (como el acceso a la tierra, la rentabilidad o la soledad rural) y la falta de atractivo percibido por parte de la juventud, dibujan un escenario preocupante. Un país que no cultiva su tierra, está cultivando su dependencia.

Frente a este panorama, la incorporación de nuevas generaciones al mundo agrario es una prioridad. Hoy, la mayoría de las personas que se incorporan a la agricultura proceden de entornos familiares agrarios.

Pero el relevo generacional no puede limitarse a pasar el testigo de padres a hijos dentro del sector, esto no es suficiente. Es necesario atraer a nuevos perfiles, a personas que, sin proceder del campo, vean en la agricultura una oportunidad profesional, vital, incluso filosófica. Necesitamos que el campo vuelva a ser una opción de futuro.

En este sentido, surgen propuestas transformadoras que ofrecen luz en medio de la incertidumbre. Un ejemplo de ello es Ruralitud, una iniciativa que impulsamos desde la Fundación Daniel y Nina Carasso, en colaboración con CERAI, que propone herramientas para acompañar a las personas que estén diseñando o planificando un proyecto profesional agrario.

Ruralitud no está dirigida a agricultores y agricultoras, sino a todas aquellas personas que se plantean una reconversión profesional o están diseñando su camino laboral, y consideran si lo 'agro' puede ser su proyecto profesional.

Esta herramienta digital, diseñada bajo la lógica de “elige tu propia aventura”, permite un uso a medida. Visibiliza los oficios del sector primario como una profesión con futuro y plantea el enfoque de los sistemas alimentarios sostenibles como una puerta de entrada al mercado.

Además, acompaña a las personas interesadas en todo el proceso de toma de decisiones, ofreciéndoles información clara y práctica sobre formación, ayudas económicas, oportunidades de tierra, aspectos empresariales y experiencias reales de quienes ya dieron el paso.

Junto a Ruralitud, otras iniciativas como la guía Tierra Firme —impulsada desde el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación y otras entidades— están allanando el camino, facilitando el acceso a recursos, fomentando la formación y generando redes de apoyo.

Aunque son iniciativas valiosas, necesitan ir acompañadas de una visión política decidida y de una narrativa social que devuelva prestigio, orgullo y deseo al mundo rural.

Porque el relevo generacional en el campo no es solo un asunto del sector agrario, es una cuestión estratégica para todo el país. Implica repensar nuestro modelo de desarrollo, nuestras prioridades como sociedad y los valores que queremos preservar.

Supone apostar por la economía local, la sostenibilidad, la diversidad de modelos productivos, el arraigo territorial, la justicia intergeneracional. También nos interpela sobre cómo equilibrar innovación y tradición, cómo integrar la tecnología sin desvincularnos de la tierra.

El campo no se muere, se transforma. Y para que esa transformación no suponga una pérdida, sino una evolución, necesitamos sembrar con nuevas herramientas, regar con políticas valientes y cosechar desde lo colectivo.

Hace falta inversión pública, sí, pero también una complicidad ciudadana que apoye lo local, que valore a los profesionales del campo, que abrace la ruralidad no como un lugar atrasado del que huir, sino como un espacio fértil para la vida en común.

El futuro del campo no puede depender del esfuerzo y vocación de algunas personas, debe convertirse urgentemente en una responsabilidad compartida.

Como sociedad, debemos exigir medidas estructurales que faciliten la incorporación agraria: acceso a tierra y vivienda, condiciones laborales dignas, fiscalidad adaptada, acompañamiento técnico, servicios públicos en el territorio, conectividad digital, redes de comercialización justas y cercanas.

También debemos repensar nuestro imaginario colectivo: ¿por qué no se presenta la agricultura como una salida profesional atractiva en los institutos o universidades? ¿Por qué no se enseña desde la infancia que cultivar también es crear, innovar, emprender?

El campo es el lugar donde comienza todo: los alimentos que comemos, el agua que bebemos, el paisaje que nos rodea. Es, además, un espacio estratégico para enfrentar desafíos globales como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o la soberanía energética. Por eso, garantizar su continuidad y su vitalidad no es un lujo, es una necesidad.

La buena noticia es que hay semillas germinando. Nuevas generaciones están volviendo al campo con miradas frescas, con proyectos regenerativos, con deseos de reconciliar vida y trabajo.

Iniciativas como Ruralitud no solo informan: inspiran. Y hacen falta muchas más. Porque, en definitiva, el campo no es un mundo aparte: es parte esencial de nuestro mundo.

Hoy, más que nunca, necesitamos una alianza entre personas, territorios y políticas. Una alianza que cuide, que imagine, que construya. Porque sin campo, no hay vida. Y sin relevo, no hay campo.

***Eva Torremocha es responsable del área de Alimentación Sostenible de la Fundación Daniel y Nina Carasso en España.