Luego de un gran apagón, cuando las ciudades dejan de tener luz —y datos— como si fueran luciérnagas heridas, la humanidad debe recordar un conocimiento antiguo: todo sistema, para sobrevivir, tiene que aprender a caer y a renacer.
Este arte de la recuperación, que en la ciencia lleva el nombre de resiliencia, es uno de los secretos mejor guardados de la vida. Diría que uno de los más necesarios.
La palabra, originaria de la metalurgia, describía la capacidad de un material de recuperar su forma tras recibir un golpe. Hoy, la resiliencia es un concepto transversal que habita en la biología, la física, la ecología, la psicología y la ingeniería. No es simplemente resistir: es adaptarse, transformarse y seguir adelante. Volver a empezar.
En la naturaleza, la resiliencia se escribe en los códigos más íntimos. Un bosque que arde bajo el azote de un incendio puede parecer condenado a la muerte; mas, en las profundidades de su suelo, las semillas encapsuladas esperan su turno. Algunas especies, como el pino carrasco, no germinan sino tras el fuego. La devastación es, paradójicamente, el requisito para su renacimiento.
Nuestro cuerpo también conocen el lenguaje de la resiliencia. Luego de un daño, las células madre se activan, reprograman su destino y reconstruyen tejidos, como si la vida misma llevara en su memoria la partitura de la reparación. Incluso el ADN, el texto más delicado de la existencia, posee mecanismos para corregir errores y restaurar su integridad tras una agresión.
En la ingeniería moderna, los arquitectos de redes eléctricas, hospitales y ciudades deben pensar en términos de resiliencia. Ya no basta con construir sistemas robustos; es necesario que sean flexibles, que puedan asumir fallos parciales sin colapsar, que sepan mutar ante los imprevistos.
Una red eléctrica debe ser capaz de aislar un daño, redirigir la energía, reiniciarse. Un hospital, frente a un desastre natural, debe poder trabajar con autonomía, preservando sus funciones vitales aún en condiciones extremas.
La ciencia del cambio climático nos ha enseñado también que no existe sistema cerrado y seguro. Los arrecifes de coral, joyas vivientes del océano, sucumben al calentamiento de las aguas.
Pero incluso ellos, bajo ciertas condiciones, han mostrado capacidad de adaptación: algunas especies mutan su relación simbiótica con algas más resistentes al calor. La resiliencia aquí no es un regreso al pasado, sino una transformación hacia algo nuevo.
En el ámbito humano, la resiliencia es una danza entre la biología y la cultura. De hecho, hoy sabemos que el cerebro puede recomponerse tras el trauma. Estudios recientes en neurociencia han demostrado que individuos expuestos a experiencias adversas pueden desarrollar nuevas conexiones neuronales, fortaleciendo circuitos de gestión emocional y de resolución de problemas.
No es una recuperación inocente; es un aprendizaje tallado a golpes.
En la historia colectiva, las sociedades resilientes son aquellas que, tras guerras, pandemias o crisis económicas, reconstruyen lo perdido y re-imaginan su futuro. La Europa que emergió tras la Segunda Guerra Mundial no fue simplemente una restauración: fue un rediseño ético y político que alumbró nuevas instituciones, acuerdos y valores.
Así, el apagón reciente que sumió a España en la oscuridad, más que un accidente aislado, es un recordatorio de nuestra posición frágil en un mundo interconectado. Pero también es una invitación.
La resiliencia no nos pide que neguemos la caída, sino que preparemos el terreno para levantarnos mejor. No se trata de blindarnos contra toda perturbación —una quimera imposible—, sino de diseñar sistemas, comunidades y mentes que puedan adaptarse a las sacudidas de un mundo incierto.
La vida misma, desde sus inicios en océanos primordiales, ha sido un acto de resiliencia. Cada extinción masiva ha dejado tras de sí el germen de una nueva era biológica. Cada catástrofe ha abierto sendas insospechadas de evolución.
No lo olvidemos, nosotros, en nuestros pequeños siniestros cotidianos o en los grandes colapsos colectivos, somos herederos de esa memoria antigua.
Volver a empezar no es una debilidad. Es el signo más profundo de la inteligencia de la vida.
Cuando la luz se apaga, cuando el suelo tiembla, cuando la red se rompe, no es el final: es el momento en que la resiliencia empieza a escribir su silenciosa partitura.
Y en ese acto de recomposición —biológico, social, eléctrico, íntimo—, recordamos que el verdadero poder no reside en la perfección invulnerable, sino en la capacidad inagotable de renacer.
Esto lo aprendí a fuego en la isla Metafórica, es decir, Cuba. El lunes pasado lo puse en práctica… una vez más.