Desde hace por lo menos 30 años, la matrícula global de educación superior ha venido creciendo de manera sistemática. De acuerdo con diversas fuentes como la OEI, UNESCO o el Banco Mundial, esa cifra llega hoy a unos 221 millones de personas y se estima que, en 2040, antes de descontar el efecto de la pandemia, podría llegar a 549 millones.

Esto supone que, de los 1.255 jóvenes inscritos en la educación superior por cada 100.000 habitantes en 1990 pasaremos a 6.451 en las próximas dos décadas. Siguiendo esta tendencia, Iberoamérica aumentó a 32,3 millones, con una tasa bruta de matrícula de 52%. Esto quiere decir que, como región, se ha instalado ya en la fase de universalización de la educación superior, según la clasificación establecida por el sociólogo Martin Trow en 1973.

A esos datos positivos, se añade que la educación superior sigue mostrando buenas tasas anualizadas de retorno que oscilan entre el 10% en Asia y Europa Central y el 21% en el caso del África Subsahariana —16% en América Latina y el Caribe—. Pero también sugiere que los ingresos laborales promedio por años de estudio adicionales bajan a medida que suben los niveles de escolarización. Esto es la llamada devaluación educativa.

Dicho de otra forma: si un número cada vez mayor de personas obtiene un determinado diploma, título o grado, estos tienen un valor cada vez más relativo.

Pero cuando se contrasta esta fotografía con uno de los indicadores relevantes para analizar el impacto de la educación superior en las trayectorias profesionales de las personas, como es la empleabilidad de los egresados, entonces la imagen aparece más matizada. Y en ciertos casos, deslucida.

El panorama laboral se observa mucho más complejo por efecto del avance de las nuevas tecnologías, las brechas formativas, la digitalización y la automatización, así como del envejecimiento demográfico, el incremento de flujos migratorios y, desde luego, la pandemia.

Por ejemplo, la tasa de desocupación juvenil en América Latina y el Caribe llegó el año pasado al 24% y en los jóvenes de entre 15 a 24 años a casi 46%. De hecho, en ciertos países, como México, la tasa de desempleo desagregada por nivel de instrucción muestra un incremento entre los jóvenes que cuentan con educación superior.

La “promesa del título” ya no es automática o, al menos, no para todos, ni para cualquier disciplina o institución

Pero hay un dato más inquietante: el 59 % de estos jóvenes, que ya trabajan, han tenido tres experiencias laborales, pero han durado menos de dos años en cada una. Sólo el 16% se cambió a un trabajo de mejor calidad.

La pregunta relevante es por qué. Lógicamente, las respuestas son múltiples, y están por el lado de la oferta y la demanda. Pero una de ellas es que la “promesa del título” ya no es automática o, al menos, no para todos, ni para cualquier disciplina o institución.

Y quizá una de las razones es que la estructura y duración de un programa universitario tradicional ya no responde a las necesidades tan cambiantes de una economía compleja, diversificada y moderna.

Es decir, el contenido y la organización curricular rígida está siendo reemplazada por un marco de habilidades y competencias más flexible, dinámico y adaptado a esas nuevas exigencias. En él, el denominador común es la generación y transferencia de conocimiento, ya sea incorporado, codificado o en formas de “saber hacer”.

Todo ello va a modificar aún más el modo en que interactúen educación y economía. La clave está en las ideas innovadoras que se pongan en valor.

Esa educación tenderá a dar mayor flexibilidad y atención a las características personales del alumno y menos a los títulos y diplomas. Además, fomentará las habilidades para trabajar en equipo y comunicarse en ambientes laborales crecientemente tecnificados y multiculturales. Asimismo, formará destrezas más o menos bien desarrolladas y un grado importante de iniciativa y creatividad personales.

Probablemente, las carreras universitarias serán menos especializadas que ahora y más bien van a combinar contenidos de diferentes disciplinas para acomodarse a necesidades sociales y productivas más flexibles o a la solución de problemas supercomplejos como el cambio climático, la escasez de agua, las ciudades, la energía y las ciencias de la vida.

Los grados escolares convencionales serán meras referencias formales, pues la gente cambiará de área de conocimiento y de trabajo varias veces durante su vida útil y requerirá, por lo tanto, aprender permanentemente.

Sobre todo, en las economías periféricas, como en Latinoamérica, donde los títulos universitarios tradicionales serán sustituidos por microcredenciales o microcertificaciones más funcionales, y las carreras de larga duración (5-6 años) alternarán con programas de ciclo corto y de formación profesional (2-3 años), los cuales parecen empezar a ofrecer expectativas prometedoras.

Los títulos universitarios tradicionales serán sustituidos por microcredenciales o microcertificaciones más funcionales

Por ejemplo, un estudio reciente del Banco Mundial observa que, en promedio, los graduados de esta modalidad en la región ganan un 60% más que los de educación secundaria y un 25% más que los que desertaron de la universidad. 

De hecho, los retornos para los programas universitarios han disminuido en las últimas dos décadas, mientras que los otros han aumentado en la mitad de los países. El estudio dice que “otras medidas de calidad de los programas cortos revelan una narrativa similar: en promedio, los retornos son positivos y relativamente altos, pero su variación —entre áreas de conocimiento, instituciones, estudiantes y regiones— también es elevada”.

En el ámbito iberoamericano sucede algo similar: el Observatorio de la Formación Profesional de España reportó que el número de matriculados en esta opción ha aumentado más del 30% en los últimos años.

En el caso de Portugal, algo indica que las vacantes no cubiertas han crecido de forma sistemática, llegando a casi 43.000 en 2021, el nivel más alto desde 2010, en buena medida atribuido al desajuste en el mercado laboral entre la formación requerida por las empresas y las cualificaciones de los candidatos.

¿Esto significa el fin de un modelo? Por supuesto que no. Al contrario: son complementarios.

Si las universidades tienen la capacidad y rapidez para ampliar su visión tradicional y sus sistemas de toma de decisiones académicas, puede ser una oportunidad para diversificar su oferta. Y, así, reconocer con mayor fidelidad el desafiante entorno social y laboral, y formar el talento necesario para crecer e incrementar la productividad de las economías iberoamericanas.

Esta transición no será a corto plazo, pero hay que dar aceleradamente los primeros pasos.

*** Otto Granados es presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).