Vivimos en la era de las marcas morales. Allá por la década de los 80 y 90 las marcas emocionales reemplazaron a las funcionales. La forma en que entonces una marca y sus productos satisfacían una necesidad no dejó de ser importante, pero lo era más la manera en que ese producto hacía sentir a sus consumidores.

Aquellas compañías que no supieron verlo, sencillamente, desaparecieron. Y hoy nos encontramos ante un cambio de paradigma similar. Función y emoción no dejarán de ser importantes.

Pero la relevancia de una marca en su mercado y, por tanto, su supervivencia, vendrá dada por el grado de genuino compromiso que adquiera con los problemas a los que el conjunto de la sociedad se enfrenta y lo que contribuya a resolverlos.

Imagen de 'La escuela de Atenas' de Rafael

Imagen de 'La escuela de Atenas' de Rafael

Ya no se trata de cuán valiosa sea una marca para su público, sino de cuál es su valor tangible para la sociedad. Nos encontramos al principio de la era de las marcas morales, y las empresas que no sepan verlo, sencillamente, desaparecerán.

Activismo corporativo

Anna Brismar, fundadora de Green Strategy –antes Plataforma Circularfashion–, que es una referencia mundial en el ámbito de la sostenibilidad y el activismo, lo expresa claramente: "La ambición de tales empresas no será simplemente minimizar o compensar cualquier impacto negativo, sino generar resultados positivos y beneficios duraderos para otros. Este nuevo enfoque se origina en la idea de hacer el bien, en lugar de centrarse en hacer menos mal".

Hay dos hechos incontestables que explican el nuevo escenario en el que nos encontramos y que vienen a modificar mucho de cuanto creíamos saber sobre comunicación.

A mi entender, internet es la herramienta necesaria, el instrumento que hace posible lo verdaderamente relevante. Pero lo importante es, en primer lugar, que la comunicación ya no está en poder de las marcas, las compañías o las instituciones. 

La comunicación está ahora en poder de las personas. Y somos las personas quienes decidimos a quién invitamos a nuestras conversaciones, cuándo tienen estas que ocurrir y de qué temas nos interesa hablar.

En segundo lugar, vamos a decidir con nuestras billeteras a qué marcas y empresas apoyar comprando sus productos. Y estas marcas serán las que muestren un grado de compromiso suficiente y transparente con las cuestiones que consideramos importantes. Ambas circunstancias nos otorgan a las personas un poder enorme, no ya en nuestro rol de consumidores sino como ciudadanos.

Abordar esta nueva realidad para las empresas pasa por comprender que responsabilidad social corporativa y activismo corporativo no son la misma cosa. Ni subsidiarias una de otra.

La comunicación ya no está en poder de las marcas, las compañías o las instituciones

Activismo corporativo es la participación de las compañías, como institución o a través de sus marcas, en asuntos que para la sociedad son relevantes, estén estos relacionados de forma directa o no con su actividad empresarial.

El objetivo es promover un cambio a mejor mediante la creación y entrega de valor por parte de la marca, y se lleva a cabo uniéndose a una comunidad con la que trabajar conjuntamente.

Y así colaborar en torno a un problema social, medioambiental, modal, estructural, cultural, normativo o legislativo que sea relevante para esa comunidad a la que la marca ha decidido unirse. El activismo corporativo es, en definitiva, la participación desinteresada de las empresas en los retos sociales compartidos.

Pero ¿por qué las compañías, de manera institucional o a través de sus marcas, incorporan a su cultura las inquietudes del público cuando nada tienen éstas que ver con la actividad de la empresa?

¿Por qué Nike habla de derechos civiles e igualdad racial? ¿Por qué Levi’s se manifiesta abiertamente en contra de la ley que ampara el uso de armas o Gucci apoya en sus desfiles la inclusión laboral de personas con síndrome de Down?

En primer lugar, debo pensar que lo hacen por la mera razón de que pueden. Son conscientes de su capacidad para influir y promover el bien común. Puede parecer un primer argumento un tanto idealista, pero no hay duda de que esa actitud por parte de las compañías resulta altamente rentable a medio y largo plazo.

Un buen argumento para las compañías es también la necesidad de verse recompensadas en conversaciones en redes sociales –a las que ya no tienen acceso– mediante una voz que se alce por encima recomendando su marca.

El activismo corporativo es la participación desinteresada de las empresas en los retos sociales compartidos

Otro buen motivo es que las marcas han empezado a comprender que la forma más potente de comunicación es salir a la calle, escuchar a la gente, aprender sobre lo que necesitamos, y remangarse para ponerse a trabajar codo con codo junto a la comunidad.

No hay estrategia de comunicación que genere un vínculo más potente y duradero con las audiencias que esa. Porque si los consumidores vemos en las marcas un reflejo de nuestra propia identidad, parece razonable pensar que es inteligente por parte de las marcas insuflar valor a esa conexión.

La salud de nuestra democracia

Todavía se me ocurre una buena razón más para que las empresas y sus marcas hagan suyos los desafíos sociales. Y es que éstas tienen la responsabilidad y la oportunidad de cubrir el déficit de confianza que las instituciones han creado.

El Barómetro Edelman sobre Confianza, en su edición 2020, confirma el desplome de la confianza que los ciudadanos tenemos en nuestras instituciones. Gobierno, medios de comunicación y oenegés, pierden credibilidad. Ninguna de las tres instituciones alcanza el aprobado.

El ciudadano activista ha dejado de ser un ser socialmente marginal para convertirse en referente de compromiso y coherencia cívica

Sólo las empresas aprueban –aunque por la mínima– en confianza. Además, un 52% de los encuestados considera que son las empresas quienes pueden promover el cambio y resolver los problemas sociales.

El 61% opinan que los CEO deben intervenir cuando el gobierno no soluciona esos problemas, y el 81% de éstos últimos piden que los líderes empresariales hablen públicamente de los retos sociales compartidos.

No confiar en las instituciones es no confiar en la salud de nuestra democracia. Y resulta cuando menos paradójico que organizaciones sociales poco democráticas como las empresas se estén convirtiendo para los ciudadanos en los defensores de valores y principios morales definitorios de una democracia.

Como lo son, por ejemplo, cuantos se recogen en los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Llama mucho la atención que sean las empresas las organizaciones a las que la sociedad atribuye la capacidad y oportunidad de poner las cosas en su sitio.

Es decir, de alguna manera esperamos de nuestras organizaciones menos democráticas la salvaguarda de los valores que definen nuestra democracia, y esa idea se está consolidando en el imaginario colectivo. Desde luego, no es lo deseable.

Nacho Gasulla: El bien común debe ser entendido y asimilado por el conjunto de los miembros que forman el grupo

Nacho Gasulla: "El bien común debe ser entendido y asimilado por el conjunto de los miembros que forman el grupo"

Pero eso es lo que hay: la sociedad, deja de mirar hacia las instituciones y nos giramos para dirigirnos a las empresas. Con el móvil en una mano y la cartera en la otra les decimos: ¡Ey, vosotros, no queremos transacción, queremos transformación!

No se trata de mi dinero a cambio de tus productos. Se trata de mi dinero y mi preferencia de marca a cambio de tu compromiso con lo que es bueno para todos. Se trata de lo que yo tengo a cambio de lo que tú puedes hacer por el bien común.

Encontrar el bien común

Ahora bien, ¿qué es el bien común? Porque no es la suma de los bienes individuales de cuantos conforman un grupo social, ni una idea socialmente aceptada de bienestar, ni el resultado de mantener un equilibrio de poderes entre grupos de acuerdo al interés por el bien particular de cada uno de esos grupos.

El Concilio Vaticano II (1966) propuso la definición más aceptada y extendida de bien común. El conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección, y afirma que la persona es el sujeto, la raíz, el principio y el fin de toda la vida social y de todas las instituciones sociales.

Si al enunciar esta definición consideramos el hecho de que el hombre es un ser social que necesita a los demás, estaremos de acuerdo en que conseguir nuestra propia perfección no es posible sin contribuir a la perfección del grupo, de cuyo resultado poder obtener lo que nos mejora a cada uno individualmente.

Como es natural, cada grupo social tiene su propio bien común. Pero sea cual sea el grupo social de que se trate, hay que concretarlo, y debe ser entendido y asimilado por el conjunto de los miembros que forman el grupo.

Los ODS tienen la virtud de haber puesto negro sobre blanco y de forma concreta, y no limitativa, lo que debe ser mejorado por el bien común de la sociedad humana. Y se han formulado de manera que todos podemos entenderlos y asimilarlos.

Cuidar el bien de la sociedad forma parte de nuestra manera de procurarnos el bien personal

Como decía al principio, las personas buscamos el bien pero no podemos alcanzarlo sino en sociedad. Por eso, cuidar el bien de la sociedad forma parte de nuestra manera de procurarnos el bien personal.

Para que en el ámbito de los ODS la relación social tenga lugar, debe darse la participación activa, ajustada a las circunstancias y posibilidades de cada persona. Y atendiendo a los principios de capacidad y necesidad, de modo que el deber de actuar crece con la capacidad del que actúa.

Como sociedad necesitamos poder seguir creyendo. Porque la fe y la esperanza son el motor de la sociedad. Hemos recorrido un largo camino jalonado de dificultades.

Como ciudadanos nos hemos enfrentado juntos en los últimos años a dos crisis sucesivas y una pandemia de consecuencias catastróficas, con la consiguiente adaptación a una nueva realidad social, modal y cultural.

Por el camino nos hemos dejado la confianza en nuestras instituciones y hemos dado la bienvenida a los influencers y al fenómeno fandom, por ejemplo. Porque a falta de referentes sólidos en el ámbito de la política o la cultura necesitamos una alternativa a lo cultural, religioso o político en materia de liderazgo ideológico y mitología.

Aunque al líder o al mito lo encumbremos durante el desayuno y lo sacrifiquemos esa misma noche antes de acostarnos. Porque necesitamos creer.

Y alrededor de esa necesidad de creer en que las personas nos empeñamos se vislumbra una nueva realidad: las empresas hablan de propósito, y de la necesidad de colocar a las personas y el planeta en el centro sus estrategias.

Las instituciones tienen la responsabilidad de cubrir la brecha que les separa de los ciudadanos, y recuperar su confianza 

Surgen organismos independientes para el control y la supervisión del modo en que las compañías plantean y mantienen sus compromisos sociales y medioambientales, como B-Corp. El ciudadano activista ha dejado de ser un ser socialmente marginal para convertirse en referente de compromiso y coherencia cívica, con decenas de miles de seguidores.

La práctica del activismo se extiende en general, pero milenials y zentenials lo incorporan a su cultura social de manera natural, de modo que ser activista muy pronto dejará de ser opcional.

Se multiplican las plataformas activistas online a las que unirse para apoyar y defender cualquier causa. Y desde las redes sociales se señala a los líderes de opinión cuyo comportamiento no sea ejemplar…

En ese nuevo escenario las empresas tienen una gran oportunidad: impulsar el cambio y asegurarse con ello una plaza en tren que viaja al futuro. Las instituciones también tienen la enorme responsabilidad de cubrir la brecha que les separa de los ciudadanos, y recuperar su confianza de estos.

El ciudadano activista ha dejado de ser un ser socialmente marginal para convertirse en referente de compromiso y coherencia cívica

En el centro de ese escenario, como actor principal, se encuentra lo que empresas e instituciones pueden hacer para cumplir con lo que se espera de ellas: el bien común.

Los ODS son la materia prima con la que impulsar un cambio en el que las personas y el planeta seamos el centro sus preocupaciones. El cambio va a suceder de todas formas, pero les necesitamos. Necesitamos referentes, inspiración y liderazgo. Necesitamos su acción. Y lo necesitamos ya.

*** Nacho Gasulla es director general de Cool Suff Comunicación.