La Mancha tiene historias asombrosas a cada paso en el camino. Una de ellas es la de los famosos miguelitos de La Roda, un claro caso de éxito empresarial que si estuviera en América hubiese recibido todos los reconocimientos del mundo. La cuestión es que este fin de semana coincidí en la final del torneo de golf que organiza Onda Cero con Eloy Avendaño, alma mater de los Miguelitos Ruiz y una de las personas listas e inteligentes que tiene la Mancha. De carácter sencillo, afable, humilde, tras su apacible bonhomía se esconde un empresario fabuloso, creciente y magnífico. Dice que se va a jubilar, pero él sabe que morirá con las botas puestas, como todos los grandes de su oficio. Escuché una frase al parecer de Confucio que aseguraba algo parecido a esto: búscate un trabajo que te guste y no trabajarás el resto de tus días. Un oficio cartujo lleva a amar lo que haces porque crees en él.

A Eloy le pasa algo parecido. Desde esa llanura inabarcable que es la Mancha y una de sus torres guía que es La Roda, ha construido un imperio sensacional de miguelitos, hojaldre y azúcar. Mira que el dulce me ataca los oídos, pero la irresistible maravilla del miguelito puede con las reticencias más acendradas. Se ha convertido en un postre exquisito, acorde al más fino de los paladares y en consonancia con cualquier vino. Mi querido Javier Escudero, rodense de honor junto al admirado Juanra Amores, me contó una vez la historia de los miguelitos y me llevó a las pastelerías de su pueblo para que la conociera. Me parece una historia deliciosa, admirable, sensacional, digna de ser contada y a la altura de la leyenda del postre.

Por vez primera, la obra de arte no lleva el nombre de su creador, sino del amigo a quien la dedica. El artífice del primer miguelito fue un señor llamado Manuel, que tenía una pastelería y recibía asiduamente la visita de un amigo y cliente, de nombre Miguel. Como siempre lo encontraba en el horno, probaba aquello que hacía. Y este trocito de hojaldre con azúcar glaseada en el que trabajaba Manuel, le encantaba. De esta forma tan sencilla, bautizó el creador a su obra, pues quien siempre se comía los dulces era Miguelito. Miguelito por aquí, Miguelito por allá y Miguelito dio nombre sin él saberlo a uno de los dulces de fama más universal. Si fuera una historia de amor, no sería tan maravillosa.

Eloy lleva miguelitos allá por donde va, pasa y arrasa. El otro día tuvimos que escoltarlo con varias cajas, pues vuelan en cuanto el gentío sabe que hay y los prueba. En la Feria de Albacete se ha convertido en el símbolo del tardeo y, como tantas otras cosas de la Mancha, de ahí ha dado el salto al resto del mundo de la forma más sencilla y normal, sin dar ruido, igual que Iniesta, Antonio López y otros tantos genios de la tierra que llevan el talento y el éxito prendidos con humildad franciscana. Cuanto más pequeño te hagas, más grande te conviertes. Hoy los liderazgos son cooperativos y accesibles o no son.

Eloy camina tranquilo por la vida, sigiloso, seguro de su obra detrás de las gafas con las que observa el mundo. Una mirada sabia en un pueblo magnífico como es La Roda. El continuador, junto a otros pasteleros por supuesto, de una leyenda colosal. Los miguelitos sí que son un intangible y valor añadido. Con figuras como Eloy se levantó la Mancha y España. Nuestra nación sería un miguelito suave y esponjoso, aunque se empeñen en trajinarla. Como el dulce, durará y será imperecedera porque la gente es sabia, no cambia, la conoce y no admite sucedáneos de nacionalidades. Sería igual que cambiar un miguelito por acíbar. La Roda es faro de la Mancha con brillo espolvoreado en sus estrellas.