Esta noche celebraremos la festividad de Todos los Santos y mañana los Fieles Difuntos, mientras otros se derraman y emborrachan de Halloween. Yo recuerdo que mi madre encendía estos días velitas por las ánimas y de madrugada me jiñaba cuando iba al servicio. Más tremendo era Don Juan Tenorio, de cuyos versos aprendí la rima, el fraseo y la cadencia. Esa última escena de Doña Inés salvándolo del abismo queda grabada en la retina de quienes pensamos de Quevedo acá que el amor es más poderoso que la muerte. Aunque desde Tristán e Isolda, Orfeo y Eurídice, Romeo y Julieta, no hay mito que no hienda sus raíces en la disputa eterna de Eros y Tánatos. Sucede que, de un tiempo a esta parte, los muertos se han hecho dueños del corral y los gallos levantan crestas macilentas. El cementerio está fuera y no dentro, como escribió Larra hace dos siglos. Ya solo falta que Maese Pérez el organista toque esta noche de nuevo, pero lo haga por Rosalía.

Ocurre que la vida política nacional se ha convertido en una necrópolis de dimensiones hercúleas. Ahí está Franco, que todo lo puede, con su maldición del Valle, riendo entre momias. Pero es que ahora llega el turno de José Antonio, Queipo, Moscardó y Miláns. Este revisionismo de pompas fúnebres también recuerda al Tenorio. Los muertos que vos matáis gozan de buena salud. En su ansia por reescribir la Historia, cierta izquierda ha optado por el chamanismo, la brujuería y el sortilegio. Llenamos de cadáveres el ruedo ibérico y a ver quién es el guapo que se mueve entre tanto osario. Además siempre estará Pasionaria Díaz y su nuevo Ministerio de Plañideras para llorar por la retirada del escapulario a un muerto. Todas las culturas mostraron respeto por los finados y hasta las más prehistóricas les levantaron dólmenes y menhires. Aquí ya hemos descubierto con Goya que es mejor enterrarnos en mierda y removerla.

Esta es la política de los muertos que están resucitando. Pero es que los vivos se están muriendo a horcajadas. Si alguien no leyó ayer el artículo de Pedro Jota, que vuelva sobre él. Porque lo que aquí se juega con la renovación de los jueces no es quién gana ni se lleva el gato al agua. Lo que está sobre la ouija improvisada es si enterramos o no el régimen del setenta y ocho, el pacto como forma de avanzar en política y los mejores cuarenta años de nuestra Historia. Los muertos están haciendo su trabajo para llevar a los vivos al reino del Hades y están abriendo sus tumbas en forma de fanatismos exacerbados. Se muere la delgada y finísima línea del pacto que nos trajo acá y que dejó las cunetas a un lado para seguir avanzando. Los muertos no traen nada bueno, salvo cuando los recordamos con su mejor cara. Pero un aquelarre negro con lo peor de nuestros espíritus ibéricos y carpetovetónicos no parece que sea ahora lo más conveniente. Y, sin embargo, nos empeñamos.

Hay motivos para discutir la Historia y volver sobre ella las veces que haga falta, pero sin hacer política con los muertos y mucho menos dejar que marquen la pauta a los vivos. No hubo buenos ni malos y un país entero se fue por el sumidero de la perdición por el fanatismo de sus élites. El pueblo no debe permanecer callado ni dejar que lo conduzcan por donde no quiere, porque quien va a morir de hambre es él. Así que dejemos a los muertos en paz y rercordémoslos como Federico, cuya triste calavera rueda por un barranco de Víznar, sí; pero su obra inmensa corona los laureles infinitos del parnaso del talento. Y es a ella a la que hay que mirar, porque aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Córdoba.