Se cumplen ahora veinte años desde que llegué a Toledo. Recuerdo perfectamente la fecha de la incorporación a mi emisora. Un 5 de octubre  de 2001, una mañana oscura, gris, de lluvia que dejaba la ciudad más de piedra todavía. Venía yo entonces de Valdepeñas, el paraíso de la luz y el vino, el viento del sur, la puerta de Andalucía, bendito trascacho de mis años jóvenes, donde dejé amigos para toda la vida. Y arribé en la Ciudad Imperial, lleno de sueños, inquietudes y con los ojos abiertos para aprender. Echando la vista atrás, solo puedo decir que lo hice y que aún hoy conservo el hambre de aquellos días que me hace cada mañana una estación término.

Toledo es un fin en sí mismo, alfa y omega, principio y final. Jamás pensé que mi vida, y mucho menos mi alma, quedaran ya para siempre ligadas a esta ciudad. No sé por qué, tuve la sensación que vendría de paso y el paso se quedó ya para siempre dormido en las suelas de los zapatos. Ando Toledo como si fuera mi casa y lo considero prolongación natural de mi existencia. Los fines de semana, cuando subo al Valle, es como si saliera al jardín o a mi huerto. Y cada vuelta descubro algo nuevo que no había visto hasta ahora. Como el gusto por el callejeo. Ahora entiendo a Julio Porres, cuando no le bastó toda una vida para escribir todos los nombres de todas las calles de Toledo. Y sigo descubriendo cada día alguna nueva.

El tiempo se paró en esta ciudad y ese es su secreto. Lo tengo clarísimo. Por eso, en cierto modo, quienes vivimos aquí, de una forma u otra nos hacemos inmortales, imperecederos, del mismo material de que están hechos los sueños de la Historia. De ahí que quienes amamos Toledo formemos una cofradía más honda y profunda que cualquier otra cosa que pueda unir en este mundo. Nos reconocemos a distancia, no hace falta decirlo… La mirada y el espíritu bastan. Luego los hechos ya hablan por sí solos.

Tengo claro que volveré a morir, como los elefantes, a mi destino, que no es otro que el mismo origen de todo, Ciudad Real. Pero, mientras tanto, Toledo ocupa mi alma y mis sentidos, con la noble percepción de que lo que hago aquí también revierte en mi ciudad y viceversa; es decir, que todo lo que yo viví en el Prado, el Pilar o el Pozo de Don Gil también vale para las Cuevas de Hércules, la Catedral o el Alcázar. Mi vida se parece a una de esas callejuelas que se pierde y retuerce por el Casco y no tienen fin. Se arraciman y se dan la vuelta. Y se superponen y vuelven a nacer. Por eso me vibra tanto el corazón cuando paseo por Toledo. Por eso la veo como mi cuna, mi lugar de descanso, el punto donde el guerrero encuentra tranquilidad. Mis pensamientos nacen de aquí y aquí mueren. He conocido a tantas personas y he enseñado tantas veces la ciudad que podría ser la piedra de cualquier convento. En el fondo, me gustaría ser cobertizo soñado en Santo Domingo el Real.

Acabo de cumplir cuarenta y cinco años y es como si hubiera terminado el primer tiempo de mi vida y hubiésemos llegado al descanso. Lo mejor está por llegar y acometer, sin duda. Toledo está de moda y quienes vivimos aquí, también. Esto no se lo lleva nadie y quien quiera conocerlo, debe venir aquí. Puy du Fou lo ha visto muy bien. Así que, después de un fin de semana fuera para tomar resuello y distancia, como dice la alcaldesa Milagros Tolón al volver de nuevo a Toledo, pienso que ya estoy en casa.