A partir del inopinado y reciente viaje del rey emérito, a las regatas de Sanxenxo, se han realizado reportajes y escrito artículos para todos los gustos. En algunos espacios televisivos se ha refrescado la memoria sobre cuál fue el motivo de la marcha, de este defraudador, al exilio de Abu Dabi, así como también la causa de la abdicación de Juan Carlos de Borbón, acaecida hace ya ocho años. Se ha recordado, en los medios de comunicación, que ocurrió dos años después del escándalo desencadenado por el episodio de Botsuana, al conocerse que, en lo peor de la crisis económica, que nos asoló en aquellos años, se había ido a cazar elefantes en compañía de su carísima amante. También hemos visto, repetido a veces en bucle, las célebres “disculpas”, y algunos expertos en las interioridades de la Zarzuela han recordado las dificultades que hubo para convencer al entonces rey de que tenía que hacer aquel acto de farisea contrición, pues el jefe de los Borbones opinaba, como opina ahora, que no tiene que dar explicaciones de nada, menos aún a los españoles.

Resulta que, cuando Juan Carlos de Borbón tenía preparada la maleta, para volver de nuevo a disfrutar de unas regatas, en compañía de su última amiga, le dicen desde Zarzuela que no, que no venga, pues les ha llegado un recado de Hacienda, donde le reclaman las cuentas de las cacerías en los últimos años, así como los impuestos derivados de los regalos recibidos. Otra vez la caza se cruza en la suerte de los Borbones.

El exrey está convencido de que tiene inmunidad perpetua, y que se irá al otro mundo sin rendir cuentas a nadie, tal y como hizo su mentor político y padre putativo en la práctica, es decir, Francisco Franco. Los hechos le dan la razón, pues ha podido constatar que aún tiene mucho poder, tanto como para poner a su servicio a las instituciones del Estado para librarle de cualquier problema o contingencia penal, civil o administrativa. No es que haya habido sobreprotección a la corona, como ahora confiesan algunos viejos políticos y periodistas; no, no fue así. Lo que hubo durante todos aquellos años fue una corte servil que, día sí y día también, le hacían la ola a cada momento. Le convencieron además de que, por designio divino, era modelo para seguir y envidiar, rubio y guapo, buen hijo y buen padre y esposo, era el super campeón de todos los deportes náuticos, el mejor cazador de ciervos, osos y todo lo que se pusiera por delante, señoras incluidas, el mejor embajador de España, gran estadista, y, también el primer galán del reino, total los pecadillos de la carne no eran nada comparado con todo lo que le debíamos, vale decir la democracia y muchos negocios para el bien de España. Cardenales y obispos también, como hicieran con su antepasada, Isabel II, le han otorgado todos los parabienes espirituales que fuere menester.

El movimiento obrero, las huelgas mineras, los miles de antifranquistas presos, el exilio, los fusilados, todo era una bagatela, si se comparaba con todo lo que debíamos al gran hacedor de nuestra felicidad, y hasta se adulteró la historia, con seriales en los que nos lo presentaban como un gran estratega desde los años sesenta, y que diseñaba en silencio la futura democracia española. La baba nacional llenaba piscinas y albercas, y todo eran ditirambos y loas, para él y su familia, pero, una vez que se ha caído el santo-muñeco del pedestal, se ha descubierto que estaba hueco, y que el rey no era sino un vividor y un sinvergüenza de la peor calaña, tan cateto e inculto como sus antecesores. Tal y como está acreditado, en biografías no autorizadas, desde el minuto uno fue el gran comisionista de todas las operaciones relevantes de importación y exportación, desde el petróleo hasta la venta de armas y barcos de guerra. Todo aquel que se salía de lo establecido, aunque fuera desde la sátira de una revista de humor, tenía encima a la fiscalía y a la Audiencia Nacional; con la corona y con la Iglesia no había lugar ni para un mal chiste.

Por entonces, cuando lo de Botsuana en 2012, escribí acerca de la afición a la caza de los Borbones, y de cómo esta pasión por la cinegética les había resultado muy cara en ocasiones, tal y como había ocurrido a comienzos de 1931. Precisamente, cuando se preparaba una operación cosmética de la monarquía, consistente, primero en la convocatoria de unas elecciones municipales, para ganar tiempo, y entre tanto la abdicación de Alfonso XIII, y la sucesión en la persona del entonces príncipe de Asturias. El rey estaba muy tocado, tras la dictadura de Primo de Rivera, el malestar social y la herida que la guerra de África había dejado en el cuerpo social de la nación. La corte de aduladores, aristócratas y políticos conservadores, vivían en otro mundo, y estaban convencidos que con unos retoques bastaba, y que con la abdicación se salvaba la corona, además de todos sus privilegios, incluidos los de la Iglesia. 

El príncipe de Asturias, como su padre, también era muy aficionado a la caza y quiso el destino que sufriese un aparatoso accidente, mientras cazaba avutardas en el Monte del Pardo a bordo de una avioneta. El citado príncipe, también de nombre Alfonso, había heredado de su madre la hemofilia, por lo que el golpe que recibió de su propia escopeta se convirtió en un episodio muy grave de salud y dio al traste con la operación sucesión. Años después, ya en el exilio, decidió casarse con una cubana muy guapa, lo que le supuso tener que renunciar a su derecho sucesorio, lo que supuso que, de pura carambola, el “trono” le tocase a Juan de Borbón, que era el quinto hijo de Alfonso XIII, y padre del crápula del que venimos hablando desde hace un tiempo. Todo se fue al garete por culpa de la caza, y llegó la República en abril y se acabaron las cacerías en España del rey, que tuvo que salir por el puerto de Cartagena al exilio, de madrugada, sin honores, y sin más presencia en las proximidades del Arsenal Militar que la de unos cuantos noctámbulos y varias prostitutas de las cercanas casas de Caridad la Negra y la Cañí.

Ochenta y un años después, otro Borbón volvió a tener problemas con la cinegética, esta vez en Botsuana, pero no estaba cazando ciervos, como hacía su abuelo en Gredos, ni perdices como Franco, sino elefantes, algo que sentó muy mal a la opinión pública, en particular a los amantes de la naturaleza. Todavía estaban en la memoria aquellas otras cacerías de osos borrachos, por los antiguos países del Este europeo, y las también peligrosas amistades de Juan Carlos I con el presidente de la república ex soviética de Kazajistán, Nursultan Nazarbayev, al que visitó en 2002, con las fotos en las que aparece luciendo un abrigo de piel de leopardo de las nieves, un animal declarado en peligro de extinción hace ya muchos años. Además del abrigo hubo una cacería, cinco millones de dólares, whisky, y mujeres de compañía, además de los cuerpos de las piezas cazadas, para el peculiar museo cinegético sito cerca de la Zarzuela.

Y ahora vamos con la afición marinera. Es conocido que cuando Franco se entrevistó con Juan de Borbón, padre del regatista Juan Carlos, allá por el año 1948, para proponerle un plan de restauración de la monarquía a largo plazo, al llegar el conde de Barcelona a bordo del Azor, en aguas de San Sebastián, el tirano ordenó que la bocina del barco tocase el aviso de “almirante a bordo”. Con aquel gesto Franco aduló al pretendiente al trono, de la manera que más podía insuflar el ego de marino de éste, pues bien conocía el general que el sucesor de Alfonso XIII había intentado ganar unos galones de oficial de la marina británica, embarcándose una temporada en la armada más aristocrática del mundo. De aquella aventura de juventud conservaba el conde de Barcelona unos cuantos tatuajes, que no ocultaba, y con los que presumía de pasado de lobo de mar. Y así fue como, a bordo del Azor, se fraguó la vuelta de la monarquía a España, pero aquello llegó más por las gestiones del gobierno británico que por la actividad de don Juan de Borbón y su fantasmal corte de Estoril. Aquella adulación, hecha con la retranca gallega de Franco, llega hasta nuestros días, y ahí tenemos que en nuestra modesta Armada hay una fragata que luce, a babor y estribor, el pomposo nombre de Almirante Juan de Borbón. Otro día hablaremos de esa otra adulación babosa, y que lleva consigo el bautizar a hospitales en todo el territorio nacional con los nombres de los reyes, princesas e infantas. No le van a la zaga las grandes avenidas de las ciudades, incluso centros docentes, y así hasta una universidad, muy desprestigiada en sus titulaciones, por cierto.

El pretendiente dejó en 1948 con un palmo de narices a Indalecio Prieto, que había viajado desde su exilio mejicano a Francia para entrevistarse con el sucesor de Alfonso XIII, los monárquicos quedaron más divididos aún, y la “nave” del estado franquista salió reforzada de todo aquello, y sigo con la terminología marinera, pues también Franco tenía su espinita clavada, con su vieja vocación marina frustrada, y que sublimaba con estas cortas travesías a bordo de su Azor, pues no iba más allá de las aguas jurisdiccionales hispanas, no fuera a ser que lo avistase algún barco de las flotas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, y lo detuviese como aliado de los fenecidos regímenes de Roma y Berlín.

Como no era muy entendido en tauromaquia, cuyo léxico está muy extendido en nuestra sociedad, Franco utilizaba lenguaje marinero, con expresiones como singladura, travesía o su sacrificio al mando de la nave del Estado.

El dictador de El Ferrol tuvo siempre ocios más baratos que los de su sucesor, salvo las cacerías de perdices, muchas de ellas en tierras toledanas, pero no por los costes del festejo, si no por el desmesurado despliegue de seguridad que se organizaba, con agentes de la Benemérita y de la policía desplegados a lo largo de todas las carreteras por las que pasaba el cortejo, incluida la de Madrid-Ciudad Real a su paso por Toledo, tal y como recordarán los más mayores del lugar. En verano, aparte de su descanso en el palacete de Meirás, unos salmones en las frescas aguas del Sella y poco más, alguna que otra película en el saloncito habilitado al respecto, además de lo que tocase en la TVE única del Movimiento.

Como la memoria es frágil habrá que recordar los veranos en Mallorca de la real familia, los festejos con la corte estival, además de todas las competiciones náuticas y los paseos con el yate de turno, como fue el Fortuna, valorado entonces en 21 millones de euros, y regalado por los empresarios mallorquines, en una campaña filantrópica organizada por Jaume Matas, aquel presidente de las Islas que acabó en prisión. Todos los yates de Juan Carlos han sido bautizados como Fortuna, si bien este último le dejó regusto amargo, pues hubo de renunciar al mismo en 2013, tras el escándalo Urdangarín, y lo hizo con una orquestada campaña de publicidad burlesca, mediante la cual hicieron creer al pueblo español que el rey se lo regalaba a Patrimonio Nacional, es decir, a todos los españoles. Patrimonio Nacional es el organismo que gestiona los reales sitios, y paga todos los gastos de la familia del Rey, y, su organigrama y personal están al servicio de la Corona, por lo que aquello fue como hacerse un regalo a sí mismo, tal y como se hace con obsequios como los vehículos de alta gama, y que reciben de regalo en cuanto aparece un nuevo modelo.

Lo de Mallorca y las regatas había empezado en vida del tirano, allá por el año 1973, con el capricho de la entonces princesa Sofia, que pidió que les regalasen el palacio de Marivent, a pesar de saber que era una donación al pueblo mallorquín, realizada por la viuda del pintor Juan de Saridakis, y que se había hecho mediante contrato, con la entrega del edificio y el contenido que había dentro (unos 1.300 cuadros, 2.000 libros y más de 100 piezas de mobiliario) a la Diputación Provincial de Baleares, pero con la condición de que fuera un museo abierto y de que, excepcionalmente, pudiera ser utilizado para jefes de estado extranjeros". En ese contrato de cesión se llegó a especificar que "si la residencia de Marivent no se destinaba al uso deseado por el fallecido pintor y su esposa durante un período superior a seis meses, el palacio debía ser devuelto a su donante o a sus herederos”. Tras muchos años de pleitos, los herederos del pintor consiguieron en 1986 que les entregasen los cuadros y los libros. Este es una más de las apropiaciones realizadas por los Borbones actuales, como también lo fue, presuntamente, la del legado del Duque de Hernani, una fabulosa pinacoteca, mediante la simple operación de nombrar duquesa de Hernani a una de sus hermanas, tras la muerte sin testamento del propietario.

Se podría decir que la caza está en la genética de los Borbones, desde que llegaron a estos lares, y, cuando Francisco de Goya tuvo que hacer un cuadro a Carlos III, le hizo posar con escopeta. También tienen muy interiorizada la afición por los deportes de mar, como las regatas, y, como no, los yates, que también han dado de sí lo suyo, tal y como tenemos comentado. Otro día hablaremos de otra afición de los Borbones, ésta más reciente, la de la nieve, vale decir el esquí, con consecuencias trágicas en algún caso, pero que siempre nos trae a la memoria otra referencia inevitable para esta familia, la de Suiza, sus montañas nevadas y sus bancos, pero por hoy ya hay suficiente lectura.