Putin invade Ucrania. Ha transcurrido ya un mes de guerra y terror. Tendríamos que ser capaces de ponernos en el lugar de la gente que resiste o emigra. Permanecen o salen sin futuro, todos con el pasado y el presente arrasado por la voluntad de un país vecino y cercano. ¿Somos capaces de sentir su angustia, sus incertidumbres, sus miedos? Es normal que una ola de solidaridad recorra Europa. Aunque en determinados casos, la solidaridad se convierta en espectáculo o exhibicionismo. Pero es lógico, los medios de comunicación viven de ambos y este tipo de reacciones las fomentan. Algunos ejercen su pretendido derecho a los minutos de gloria que les puede proporcionar su hazaña.

Gentes como nosotros se marchan en su coche a llevar alimentos y a recoger emigrantes. Otros forman caravanas y se plantan en la frontera de Polonia, que es la que más sale en los medios de comunicación. Las instituciones de la Unión, a su vez, aportan recursos, suprimen trabas burocráticas para integrar a los desplazados. En España nos apresuramos a escolarizar a los niños, nada que decir de los que se segregan, o se les discrimina. Una vez más, el esfuerzo debe ser aplaudido. Además se ha controlado la afluencia de millones de personas a Europa que podrían haber causado un gran caos. Sabemos que la emigración masiva se emplea como arma de desestabilización de países y continentes.

Ucrania está siendo arrasada sistemáticamente. Cuando muchos de los emigrados  vuelvan a sus pueblos, a sus ciudades  tendrán que dedicar los esfuerzos a reconstruir lo destruido: viviendas, trabajos, haciendas, vidas truncadas. Se quedarán sin la energía necesaria, por la urgencia de estas pulsiones primarias, para dedicarse a debatir sobre filosofía o sociología, sobre democracia o autocracia. “Primun est vivere". El gran peligro es que a la mayoría les resulte indiferente vivir con autocracia o democracia. Pero también habrá otros que no vuelvan. Se quedarán en los lugares de acogida. Para reinventar una vida, mejor quedarse en lugares cómodos, no próximos de un imperio que muestra una ambición colonial desmedida. Tal vez, quienes elijan esta opción, serán gentes preparadas que buscarán trabajo.

Nadie ha comentado lo más mínimo sobre que esa presencia reste trabajos a los naturales. Sorprendente, porque es uno de los argumentos clásicos de quienes reniegan de otras emigraciones. Recuerden: quitan empleos a los nativos, se llevan las subvenciones del Estado, dilapidan la sanidad pública, etc. etc. Los que vienen de otros lugares suelen estar peor preparados y, probablemente, harán trabajos que los naturales desprecian. Estamos ante una contradicción básica que cuestiona nuestro actual fervor solidario. A no ser que funcione algún mecanismo perverso. ¿Cómo fue posible que a los sirios, huidos de una guerra similar, se les pusieran tantas dificultades en Europa?

Construyamos la ficción de creer que la solidaridad de los europeos con los emigrados de Ucrania no se debe al color de la piel o a la religión, aunque algún partido de ultraderecha ya lo haya verbalizado: son “blancos y cristianos”. Son gentes como nosotros, pertenecen a nuestra cultura. Así que el color de la piel o las creencias son el referente para excluir o aceptar a alguien, no la condición humana de quienes tienen que emigrar. Si esto, en lugar de una ficción fuera realidad, el problema de los europeos sería mucho más grave. Se trataría de un gen de xenofobia inserto en el ADN desde siglos. El problema residiría en que no creemos en una humanidad diversa y nos guiamos por elementos tan insustanciales como el color de la piel o las creencias.