La mejor manera de responder a la pregunta que se plantea en el título de esta columna es leer el extraordinario libro de Anne Applebaum. El ocaso de la democracia, en el que analiza la erosión de la democracia liberal. La autora sostiene que partidos como Vox emergen ofreciendo una identidad "envasada para un consumo fácil, lista para ser impulsada mediante una campaña viral". Tal cual.

Los líderes populistas —y el Abascal de hoy lo es— se han aprovechado de la ira colectiva y la han transformado en un voto con aroma de venganza; pero si eso ha sido posible es gracias a la colaboración de toda una serie de intelectuales y periodistas que han orillado sus antiguas convicciones para ofrecer una pátina de respaldo ideológico a ideas radicales y peligrosas. En España, ese fenómeno ha recorrido tertulias, columnas y redes sociales desde hace una década, contribuyendo a dotar de respetabilidad lo que antes era marginal.

Applebaum insiste en que el autoritarismo "no es de izquierdas ni de derechas; es una actitud mental". Una pulsión que se alimenta del temor a lo desconocido, de la incomodidad ante la complejidad y de un rechazo visceral a un mundo cambiante. Ese miedo está también detrás del éxito de Vox. Muchas de sus propuestas —desde las políticas migratorias hasta la recentralización del Estado autonómico— apelan a ciudadanos a los que inquieta la volatilidad de los tiempos modernos y que buscan, en un contexto incierto, la unidad como una quimera capaz de ofrecer estabilidad emocional.

Esa misma lógica funciona también en otros países descritos en el libro. En Polonia y Hungría, movimientos que empezaron en el anticomunismo han acabado dando "grandes pasos con miras a la destrucción de las instituciones independientes". En el Reino Unido, la deriva iliberal convirtió el Brexit en una campaña delirante, donde los argumentos racionales quedaron solapados por mentiras emocionales. Y en Estados Unidos, el trumpismo ha roto con el conservadurismo optimista de Reagan para construir su éxito sobre un país supuestamente amenazado. No es difícil ver en estos fenómenos un espejo de determinadas dinámicas españolas.

Una de las claves que subraya Applebaum —y que también explica el ascenso de Vox— es la molesta presencia de la complejidad. Hablamos lenguas distintas, los Estados nación han visto diluidas sus fronteras, las decisiones se toman en foros supranacionales y los problemas son cada vez más globales. Ese vértigo cultural, económico y tecnológico provoca que algunos ciudadanos busquen soluciones simples a realidades complejas. Vox se mueve precisamente ahí: ofrece una lectura ordenada de un mundo desordenado, aunque esa lectura sea falsa.

La autora también describe cómo las nuevas tecnologías multiplican los efectos polarizantes. La inteligencia artificial y los algoritmos "radicalizan a quienes los usan" hasta convertir la ira en hábito. Este clima digital, donde la viralidad es más poderosa que la verdad, favorece a partidos cuya estrategia consiste en convertir la política en una sucesión de agravios. Vox ha sabido explotar este terreno como pocos: forzando el marco, inflamando el debate y utilizando cada polémica como combustible.

Ahora bien, Applebaum reconoce un punto débil en su mirada que también afecta al análisis español: quizá centra en exceso su crítica en Vox y pasa por alto el deterioro democrático promovido por otros actores como el independentismo o ciertos planteamientos de la izquierda radical. Pero el diagnóstico de fondo se mantiene: los discursos de Vox se sostienen en una "retórica del pasado" que busca atraer a una parte del país que se siente desorientada ante la sociedad actual.

El atractivo del autoritarismo, afirma la autora, es eterno. Y es más personal que ideológico. Por eso, la gran cuestión no es si Vox es fuerte o débil, sino qué condiciones culturales, tecnológicas y emocionales permiten su fortaleza. Y ahí Applebaum ofrece una conclusión que también interpela a España: "combatir el autoritarismo requiere nuevas coaliciones". No se trata de frenar a un partido concreto, sino de reconstruir un espacio común donde las diferencias no sean trincheras y donde la política vuelva a ser un instrumento para gestionar el conflicto, no para inflamarlo.