Una amiga me comentaba hace poco su empeño en prestar información de servicio sobre los incendios desde el medio público en el que trabaja. Otra persona cercana, también periodista, me trasladaba su sufrimiento y rebeldía ante las perversas formas de comunicar que está evidenciando esta crisis.
En este verano de pueblo y playa, en el que he visto arder una parte importante de la tierra donde crecí, no me resisto a llamar a la cordura ante una emergencia que se ha manifestado en todo su fragor y que, según las fuentes legítimas y cualificadas, ha venido para quedarse.
No será que la ciencia no avisó. No será que especialistas en medio ambiente, ingeniería forestal, ecología, cambio climático y otras muchas disciplinas afines no llevan años previniendo sobre las múltiples y complejas circunstancias que apuntalan todos los récords de este año en número de incendios y hectáreas calcinadas.
Mi Zamora querida ha revivido la mil veces vivida pesadilla de las llamas y la destrucción. En esos días del agosto más caluroso del siglo en los que el fuego amenazó mi localidad natal, en los que amigos y familiares fueron desalojados de sus viviendas y en los que fallecieron dos personas que colaboraban en la extinción, participé del miedo, la desolación y la angustia.
También de la incertidumbre y la desazón que produce no disponer apenas de fuentes oficiales en las que informarte; de ver cómo los medios locales replican tuits sin fundamento y, sobre todo, de comprobar cómo algunos perfiles potencian sin límite su capacidad para desinformar. Los grupos de Telegram y Whatsapp intoxicaban más que el humo de los incendios y las redes sociales iniciaban su viraje hacia la bronca política que coparía titulares y publicaciones poco después.
En este verano de incendios televisados, hemos asistido a través de los medios a la gran exhibición de ignorancia científica y osadía jurídica que supone proponer un registro de pirómanos. En todos hemos visto el agotamiento de brigadistas, militares y personas voluntarias ante la voracidad de las llamas. En muchos hemos conocido las reivindicaciones de los bomberos.
Y en pocos, contados, hemos escuchado a esas personas con años de investigación y estudio cuyas voces deberían inspirar las futuras políticas de prevención, gestión sostenible e intervención de los ecosistemas arrasados por las llamas.
Con toda la contundencia y el aval científico, porque la emergencia climática y los incendios forestales son una realidad con la que debemos coexistir, por mucho que avance el discurso negacionista y por mucho que la clase política, con su chabacanería y falta de elegancia habitual, trate de que la culpa no quede en casa.
Así lo diríamos en esa Zamora despoblada y arrasada que, sin haber levantado cabeza tras el incendio de la Culebra en 2022, llora ahora las cenizas de Sanabria y de Benavente y los Valles.
Dicen quienes más saben que ese triángulo formado desde mi tierra con León y Ourense reúne las condiciones perfectas y perniciosas, por el tipo de suelo, la orografía, la vegetación o las variables climáticas y sociológicas, para recrear una y otra vez el averno. También dicen que ese eje infernal es reproducible en otras regiones con parecidas o mismas circunstancias. Ya veremos si la terrible lección de 2025 ha servido para algo.