Desde el instante en que una madre descubre que la vida crece dentro de ella, su mundo cambia para siempre. El amor y el miedo se enredan en su pecho como raíces profundas, como ramas que se extienden buscando abrazar el futuro. ¿Estará bien? ¿Seré suficiente? ¿Podré protegerlo? Se toca el vientre y le habla en silencio, prometiéndole amor eterno, soñando con su risa, con su piel tibia sobre su pecho, con el día en que lo mire a los ojos por primera vez.

Pero el tiempo, ese ladrón implacable, ya ha comenzado su carrera.

Parir es un renacimiento. Es abrirse en un dolor sagrado, en un desgarro que lo es todo y no es nada cuando escucha el primer llanto de su hijo. Es el instante en que su corazón deja de pertenecerle por completo y se anida en otro cuerpo, latiendo fuera de sí. Y en ese momento, cuando lo sostiene por primera vez en sus brazos, cree que tendrá toda la vida para amarlo, para cuidarlo, para verlo crecer. Pero no sabe aún lo efímero que es el tiempo, lo fugaz que es la infancia.

Los días se convierten en años en un parpadeo.

Criarlos es navegar un océano de días largos y noches eternas. Al principio, la madre sostiene su frágil cuerpecito con miedo y ternura, sintiendo que su amor es su escudo y su refugio. Lo ve dar sus primeros pasos como quien presencia el nacimiento de una estrella: con emoción, con orgullo, con la angustia contenida de quien sabe que, en cada avance, hay también un pequeño adiós.

Los niños crecen como árboles que extienden sus ramas buscando el cielo. Primero frágiles, buscando refugio en su regazo, luego fuertes, explorando el mundo con su propia voluntad. Sus manitas, antes aferradas con fuerza a las suyas, un día dejan de buscarla con la misma urgencia. Sus risas, que antes llenaban cada rincón de la casa, comienzan a sonar más lejos, envueltas en sus propias historias, en sus propios caminos.

Y la madre, con el corazón dividido entre el orgullo y la nostalgia, se da cuenta de que todo está pasando demasiado rápido.

Las madrugadas en vela cuidando su fiebre se convierten en madrugadas esperando a que vuelvan a casa. Los juegos en la alfombra y los cuentos antes de dormir se transforman en puertas cerradas y respuestas cortas. La casa, antes un torbellino de risas y juguetes en el suelo empieza a sentirse demasiado ordenada, demasiado silenciosa. Y en ese silencio, la madre comprende que la infancia fue solo un suspiro, que el tiempo la engañó haciéndole creer que tenía más del que realmente tuvo.

Y entonces llega el día en que se van.

No importa cuánto se haya preparado, no importa cuántas veces se haya repetido que es lo natural, que los hijos no son suyos, que los crio para volar. Ese día duele. Duele como si le arrancaran un pedazo del alma. Mira su habitación vacía, las fotos de un tiempo que ya no volverá, y siente la punzada de una ausencia anunciada, pero imposible de aceptar del todo.

Los hijos son cometas en sus manos. Desde el primer día, ella sujeta con firmeza el hilo que los une, enseñándoles a elevarse sin miedo. Pero con el tiempo, ellos piden más altura, más aire, más cielo. Y aunque el corazón se resista, ella afloja la cuerda, dejando que el viento los guíe. Hasta que un día, sin previo aviso, la cometa se suelta y desaparece en el horizonte.

Ser madre es aprender a soltar, a entender que los hijos no son suyos, sino de la vida. Son ríos que nacen en su cauce, pero fluyen hacia su propio destino. Son estrellas que brillan en su cielo, pero que no pueden pertenecerle. Y, sin embargo, aunque vuelen lejos, siempre llevarán en su esencia la raíz de su amor, el calor de su abrazo, el eco de su voz susurrándoles desde el alma.

Pero también ser madre es vivir con el corazón expuesto, latiendo fuera de su pecho, sintiendo cada alegría y cada dolor de sus hijos como propios. Es querer protegerlos de todo, pero entender que no siempre podrá hacerlo. Es caminar con la certeza de que su amor será su refugio, aunque ellos sigan su propio camino.

El tiempo no vuelve. La infancia se evapora como un sueño al amanecer. Pero el amor de una madre, ese sí, es eterno. Es un faro en la tormenta, una voz que nunca deja de resonar en el alma de sus hijos.

Porque los hijos son eso: raíces en el alma de una madre, pero alas en el viento del mundo. Y ella, con miedo, con amor, con lágrimas escondidas y orgullo infinito, los deja volar, sabiendo que siempre, de alguna forma, volverán a su abrazo.

Soy madre, permítanme que esta columna se la dedique a mis hijos.