El pasado jueves asistí en Torralba de Calatrava, el pueblo de las mejores patatas de España, a una mesa informativa sobre el biometano y la planta que allí se quiere instalar junto a otra próxima en Carrión. Los ponentes eran de máxima altura, pues conocían perfectamente la realidad que se trataba. Desde Manuel Rodrigo, decano de la Facultad de Ingeniería Química de la UCLM hasta Carlos Marín, presidente de los empresarios de Ciudad Real, pasando por el director de la Cámara de Comercio, Luis Enrique Rodríguez; Florencio Rodríguez, secretario general de Asaja en Castilla-La Mancha o José Joaquín Gómez, presidente de la Comunidad de Regantes Mancha Occidental II.

Todos vinieron a colegir de una manera u otra que se abría una buena oportunidad para el pueblo que debía aprovecharla. No sólo por la generación directa de una decena o más de puestos de trabajo, sino también por la economía que desarrollaría en una zona que también sufre los problemas de la despoblación y el envejecimiento. Sin embargo, un grupo no muy numeroso pero sí bien articulado y organizado, se opone a su instalación considerando que acarrearía más inconvenientes que beneficios. La lucha constante de los siglos entre el progreso, el avance y el desarrollo o la resignación, el abandono y el miedo.

Por supuesto, vaya de antemano mi máximo respeto a las posiciones contrarias como quedó de manifiesto en la mesa redonda. Pero el hecho de que un grupo quiera expresarse o manifestarse contra tal o cual idea, no le da derecho a intimidar al resto de la comunidad con sus planteamientos. Dicho de otro modo… Estoy convencido de que, salvo los muy cafeteros, quienes acudieron el otro día a la charla informativa de Torralba sin prejuicios ni contraindicaciones, salieron convencidos de la oportunidad que se le abría al pueblo. Tienen razón los vecinos que se oponen a exigir a las administraciones – Junta y Ayuntamiento, principalmente- el cumplimiento de la ley y la ubicación de sus instalaciones más allá de los dos kilómetros que la ley exige. Sucede, en esto, como las llamadas macrogranjas, que quienes se oponen al progreso y el desarrollo ya comienzan añadiéndole el prefijo para pervertir el lenguaje. Nada es casual.

Es lógico que los vecinos de los pueblos luchen por sus derechos y se involucren en las decisiones que les afectan. Pero eso no ha de llevar a obstruir la riqueza de una tierra que, de otra forma, tiene más dificultades para la supervivencia. El argumento según el cual Torralba no genera residuos y por ello no ha de recibirlos es tanto como decir que sólo puede comerse jamón allí donde haya explotaciones. La carretera Malagón-Torralba, que conozco bien porque la transito habitualmente, apenas tiene tráfico y no ofrecería problema para el traslado. Sucede en esto además que este tipo de instalaciones va asociada indisolublemente a una legislación europea garantista que obliga a gobiernos y empresa a cumplir de forma taxativa todos los elementos concernientes a la seguridad del entorno. Por no hablar de las más de mil plantas que existen en Europa sin problema alguno o el beneficio que supone para los pueblos y sus vecinos los servicios que pueden prestarse con los impuestos municipales que se recaudan.

Uno de los vecinos contrarios me dijo que el pueblo estaba en contra, a lo que contesté que si hubiese una consulta igual se llevaban una sorpresa. El secuestro de la voluntad popular a cargo de grupos autoerigidos en representantes de valores y esencias es más antiguo que el hilo negro. Por no hablar de los chamanes que buscan en fuerzas oscuras y telúricas conspiraciones sesudas que sólo ellos son capaces de atisbar. Quiero a mi tierra como nunca y el volver a ella ha supuesto un chute increíble de amor, mimo y cuidado por su presente y futuro. Si por algo merece la pena luchar, como le dijo el viejo sureño a su hija Kathy Scarlata O’Hara, es por la tierra de nuestros padres y abuelos, recibiendo su herencia y cultivándola para dejarla más grande a los hijos. El conocimiento, la investigación, la ciencia y el humanismo han de guiar nuestros pasos. La cerrazón o el tribalismo no conducen más que al contagio y la melancolía. La Historia nos da sobrada cuenta de ello.