¿Sabían ustedes que semanalmente recibimos entre cuatro y cinco bulos en nuestros teléfonos móviles?

La desinformación no es cosa de Elon Musk, Trump o Pedro Sánchez. Ya en la antigua Roma, Octavio le dejaba recaditos a Marco Antonio en monedas de curso legal. Que si era un borracho, que si un mujeriego… con la “sanísima” intención de desprestigiarlo ante la ciudadanía y ante su poderosísima amada y aliada, la reina Cleopatra VII.

Y es que un mensaje desinforma cuando contiene datos falsos y está creado para manipular, estafar, minar la reputación, impactar en la toma de decisiones o provocar daños en la salud o en el bolsillo.

Así lo explicaba Carla Pina, directora de Infoveritas, en un reciente taller sobre fake news y bulos en el ámbito científico organizado por la asociación Ciencia a la Carta en la Biblioteca de Castilla-La Mancha.

Gracias a Internet, las redes sociales y la inteligencia artificial ha arreciado la lluvia de contenidos que desinforman. Cuanto más sencillos y negativos, más se comparten. Cuanto peor, mejor, que diría Rajoy.

En ciencia, los bulos descansan sobre las creencias, la ideología, las teorías de la conspiración, los grupos de presión, el sesgo o las malas prácticas de los medios de comunicación, capaces de dar voz a quienes se expresan con simpleza y sin fundamento, apelando siempre a la adversidad. La falsa neutralidad es perniciosa. No se puede sentar en la misma mesa o confrontar en la misma página a uno de estos personajes y a un profesional con respaldo científico porque ambos discursos no son equiparables.

Al otro lado faltan cultura científica y pensamiento crítico, por lo que resulta imprescindible una pedagogía temprana: hay que educar y ofrecer referentes desde la infancia. También hay que hacer un ejercicio de autocrítica para que periodistas y científicos establezcamos definitivamente una relación estable, basada en la confianza y el respeto mutuo con el fin optimizar el discurso común frente a la desinformación y el bulo.

Estos contenidos saltan de las cadenas de mensajería a las redes sociales y de ahí llegan a los medios. Y es que en esto de la desinformación participamos todos: los ciudadanos, que deberíamos actuar con sentido común y no dar al botón de reenviar ante cualquier sospecha; los políticos, que podrían empezar por decir la verdad y luego legislar para protegerla. Y los medios de comunicación, que deberían seleccionar los contenidos y después transmitirlos con rigor y honestidad.

Por eso, reivindico a los profesionales del periodismo, más necesario que nunca en medio de todo este ruido. No sirven quienes se hacen llamar periodistas porque una vez pisaron una redacción o porque así lo ponía su tarjeta de visita.

Necesitamos periodistas con la titulación y el oficio, con responsabilidad y un método que no difiere tanto del que usan en los laboratorios. Las personas que hacen ciencia formulan hipótesis, experimentan y extraen conclusiones. Los periodistas contrastamos, consultamos fuentes expertas, escribimos, revisamos y, finalmente, publicamos.

Así trabaja Infoveritas, una plataforma de fact checking especializada en ofrecer contexto informativo, que además busca nuevas narrativas para llegar a las personas más jóvenes y que reclama ayuda ciudadana para combatir definitivamente la desinformación.

Según su directora, una mentira se viraliza porque compartimos sin verificar y porque siempre actuamos sobre nuestro círculo cercano. ¿Cómo resistirnos, en lo más duro de la pandemia, a enviar a nuestra familia y amigos ese remedio infalible que curaba la COVID-19? Daba igual si se trataba de hacer vahos o de beber lejía. Todo valía para salvar a los nuestros.

Entonces y ahora teníamos la oportunidad de investigar. Partiendo del sentido común (hay que leer más allá del titular, escuchar el audio o ver el vídeo, no limitarnos a unos fragmentos descontextualizados), podemos utilizar todas las herramientas de búsqueda que ofrece Google para ampliar la información sobre esa joya que ha llegado por Whatsapp o hemos visto en X. También podemos consultar fuentes oficiales y mirar dónde aparece publicado el contenido: ¿es un medio serio, un perfil aleatorio de TikTok o un blog anónimo con millones de visitas? Ojo a la URL y a la fecha de la noticia. Y mucho ojo a la ortografía y a la gramática, a la calidad de las imágenes y al abuso de las mayúsculas y de los colores, que suelen ser indicios de desinformación.

Existen además herramientas específicas en línea en las que lograr un buen desmentido. Y siempre nos queda acudir a las plataformas como Infoveritas, que harán la verificación por nosotros si les enviamos el contenido sospechoso.

Lamentablemente, al menos en esto de los bulos, la pandemia no nos hizo mejores (vaya sorpresa), sino que hemos ido a peor, tal y como demuestra toda la intoxicación informativa surgida en torno a la DANA del pasado mes de octubre.

El terraplanismo, el negacionismo climático, la dieta alcalina, la homeopatía, los antivacunas y otras magufadas siguen vistiendo las sobremesas familiares. Que ocasión más buena, con alfabetización y pedagogía, para noquear al cuñao.